LA OTRA HISTORIA

El traje del emperador

Por Lucía Garayzar*
miércoles, 18 de octubre de 2017 · 00:00

Cuenta la popular fábula escrita por el danés Hans Christian Andersen, que en un lejano país gobernaba un emperador al que le encantaban los trajes. El emperador destinaba gran parte de su fortuna en la compra de atuendos. Era tanta su fascinación por los trajes de distintas telas y colores, que algunas veces llegaba a olvidarse de su reino.

Cierto día llegaron a visitarle unos impostores que se hacían pasar por tejedores, conociendo la debilidad del emperador, se presentaron ante él diciendo que eran capaces de tejer la tela más extraordinaria del mundo, el emperador les preguntó ¿por qué era tan especial esa tela? Y ellos le respondieron que era de un material invisible ante los ojos de los necios y de quienes no merecían el cargo que ostentaban.

Al oír esto, el emperador emocionado ordenó un traje con esa tela, diciéndoles que pagaría lo que fuera. Después de escuchar la respuesta, los tejedores se pusieron manos a la obra.

Pasado un tiempo, el emperador tenía curiosidad por saber cómo iba su traje, pero tenía miedo de ir y no ser capaz de verlo, por lo que prefirió mandar a uno de sus ministros. Cuando el hombre llegó al telar, se dio cuenta de que no había nada y que los tejedores en realidad eran unos farsantes, sintió tanto temor, porque pensó que todo el reino creería que era estúpido y que perdería su cargo de ministro si decía la verdad, así que se hizo el disimulado fingiendo ver la tela diciendo: ¡Qué tela más maravillosa! ¡Que colores! ¡Y qué bordados!, iré corriendo a contarle al emperador que su traje marcha estupendamente.

Los tejedores siguieron trabajando en el telar vacío y pidieron al emperador más oro para continuar. El emperador se los dio sin reparos y al cabo de unos días mandó a otro de sus hombres a comprobar cómo iba el trabajo. Cuando el segundo hombre llegó, le ocurrió como al primero, que no vio nada, pero pensó que si lo decía, se burlarían de él y el emperador lo destituiría de su cargo por no merecerlo, así que también elogió la tela, reafirmando que era deslumbrante. Tras recibir las noticias de su segundo enviado, el emperador no pudo esperar más y decidió ir con su séquito a comprobar el trabajo de los tejedores, pero al llegar, no vio nada por ningún lado y antes de que alguien se diera cuenta de que no lo veía, se apresuró diciendo: ¡Magnífico! ¡Soberbio! ¡Digno de un emperador como yo!

Su séquito comenzó a aplaudir y comentar lo admirable de la tela. Tanto, que aconsejaron al emperador que estrenara su traje con aquella tela en el próximo desfile. El emperador estuvo de acuerdo y pasados unos días, tuvo frente al a los tejedores con el supuesto traje en sus manos. Comenzaron a vestirlo y como si se tratara de un traje de verdad, iban poniéndole cada una de las partes que lo componían.

El emperador se miraba ante el espejo y fingía contemplar cada una de las partes de su traje, pero en realidad, seguía sin ver nada. Cuando estuvo vestido salió a la calle y comenzó el desfile y todo el mundo lo contemplaba aclamando la majestuosidad de su traje. ¡Qué traje tan magnífico! ¡Qué bordados tan exquisitos!, decían, hasta que en medio de los elogios se escuchó la voz de un niño decir: ¡Pero si está desnudo!

De repente todo el pueblo comenzó a gritar lo mismo y aunque el emperador sabía que tenían razón, continuó su desfile sintiéndose orgulloso.

Amable lector, ¿cuántos personajes usan esta vestimenta una vez instalados en la silla embrujada?, el modelo de la soberbia es el traje predilecto de muchos y nada puede hacer el grito del niño que lo ve todo, a un lado del séquito de barberos y traidores de los que se rodean.

Curiosamente existen situaciones que no se pueden ocultar ante los ojos de nadie, la desnudez que adorna el traje de las acciones equivocadas siempre salta a la luz.

Ocupar puestos importantes significa un gran reto, pero también una gran oportunidad de servir cuando el traje del servicio tiene la talla correcta, nada es tan fácil, mucho menos cuando todos alrededor se dedican a aplaudir, al mismo tiempo que entierran puñales por la espalda; no hay peor ciego que el que no quiere ver.

*La autora es profesora

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