La confusión

jueves, 10 de abril de 2014 · 22:42
Habían pasado años desde la última vez que miré al ingeniero. Después de dejar el trabajo en las oficinas de la Secretaría. Lo traté poco, mi trabajo no tenía relación directa con él pero en oficinas de provincia todos terminan conociéndose. Su esposa llegaba con frecuencia, saludaba a todo mundo con gentileza y una sonrisa sincera. Los dejé de ver al igual que a todo los compañeros de entonces. Algunas experiencias en la vida pasan a ser leves recuerdos que no logran penetrar mucho más en la memoria, así había sido mi paso por esas oficinas, mi vida familiar ocupaba mi atención y después de dejar el trabajo, todo mi tiempo fue para ella.
Del ingeniero en cuestión supe que quedó viudo después de una dolorosa enfermedad de su mujer. Él siguió en la misma área de trabajo y después de varios años lo llegué a saludar en algún evento veraniego del puerto. Lo miré siempre solo aunque siendo joven era fácil pensar que volvería a casarse.
Entré sola al restaurante de mariscos y lo miré en una mesa a través del salón. Reconocí su cara aunque se miraba diferente, ahora, quizá veinte años después, llevaba las huellas del tiempo muy marcadas en su rostro, si le agregamos que traía la cabeza rasurada (quizá para ocultar el poco pelo o la cabeza blanca). Estaba acompañado de una mujer mucho más joven que él y en las sillas frente a su mesa había un portabebé color de rosa. El hombre comía trocitos de tortilla tostada con salsa con una aplicación que conmovía. La cabeza sumida un poco entre sus hombros se movía al ritmo de sus mandíbulas y su mirada se perdía en algún punto lejano a través de los ventanales. El rostro revelaba la caída de los gestos que vienen con la edad, sentí tristeza. Mi miopía hacía difícil que pudiera observar a la pareja sin parecer indiscreta o impertinente, así es que mantuve prudente cuidado para no cruzar miradas y verme obligada a saludar. Él y la mujer no hablaron, ella se ocupaba de una llamada telefónica que le tomó todo el tiempo de su comida. Al final pagaron su cuenta, recordaba en él su hablar de tono suave y agudo con un marcado acento capitalino. Al ponerse de pie el hombre se despidió de los meseros con una voz estruendosa norteña y al retirarse dejaron a la bebé (eso pensé). A estas alturas debí de reconocer que me equivoqué de persona, ¡esas cosas pasan!

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