De política y cosas peores

Por Armando Fuentes Aguirre.
martes, 3 de marzo de 2015 · 00:29
Plaza de almas

¿Cuál es tu pecado capital? Te lo pregunto porque todos tenemos una culpa máxima ante la cual somos mínimos. Hay quien es irascible; otro es soberbio; aquél es avaricioso, y este pobre infeliz sufre de envidia: a más de pecador es tonto, pues todos los otros pecados brindan al pecador algún deleite, y la envidia sólo da tristeza, tristeza del bien ajeno. Me dirás que no he mencionado a la lujuria, y te responderé que en mi opinión la lujuria no es pecado: es obediencia dócil a la ley que Dios -o la naturaleza, su representante personal- puso en nosotros para perpetuar la vida. Las infinitas variaciones que algunos introducen en ese apetito natural no son motivo para calificar a la lujuria de pecado. Igualmente me resisto a poner a la gula en la lista de las culpas capitales. Hay que comer para vivir. ¿Por qué va ser pecado comer bien? De lo bueno poco, y de lo poco mucho. Me olvidaba de la pereza. También es pecado de la carne, y por lo tanto inocuo, inofensivo. Los verdaderos pecados son los del espíritu; aquellos que dije de ira, soberbia, envidia y avaricia. Ésos se agravan con el tiempo, y duran lo mismo que la vida de quien los lleva en sí. Los pobrecitos pecados de nuestro cuerpo, en cambio, son tan débiles que basta el paso del tiempo para acabar con ellos. Y sin embargo las religiones condenan con más dureza las culpas de la carne - sobre todo la lujuria- que las faltas del espíritu. No entiendo. El personaje de mi historia de hoy es un perezoso. Haragán mayor que él no he conocido. Trabajaba para ganar la vida, es cierto, pero lo hacía de mala gana, y economizando esfuerzos. En su casa se la pasaba echado en un sillón viendo la tele. Su mujer se daba a los mil diablos por haberse casado con ese grandísimo holgazán que por pura pereza jamás la llevaba al cine, o a cenar, y que por lo mismo casi no le dirigía la palabra. Resultado de esa desatención fue que la señora se buscó quien la atendiera. No tuvo gran problema en encontrarlo: abundan los hombres ansiosos por atender a las esposas desatendidas. La mujer del haragán encontró a uno y se fue con él. Dejó su casa. El marido abandonado pensó en principio que su deber era sentir indignación, pero indignarse le dio mucha flojera, y continuó la vida sentado en su sillón viendo la tele. Su único movimiento siguió siendo el que hacía con el pulgar para accionar el control remoto del televisor. A la mujer no le fue bien con el cambio. El hombre que la atendió la desatendió también al poco tiempo. Volvió arrepentida a pedirle perdón a su marido, pero éste se negó a escucharla. Pereza no quita dignidad. Insistió la mujer en su arrepentimiento, y el holgazán se mantuvo en su altivez. "¡Perdóname!” -clamaba ella. Y él, con la vista fija en la pantalla del televisor: "No te perdono”. La señora se iba, llorosa. Regresaba a los pocos días. Otra vez le pedía a su marido que la perdonara, y otra vez él le negaba su perdón. Una noche estaba el perezoso, como de costumbre, viendo la televisión, acostado ya en su cama. Hacía mucho frío; el cuarto parecía refrigerador, pero él estaba calientito entre las colchas. El programa que veía era muy aburrido. Buscó el control remoto para cambiar de canal, y se dio cuenta, irritado, de que lo había dejado sobre el televisor. ¿Cómo abandonar la tibieza gratísima del lecho para ir por él? Salir de la cama, dar los pasos que debía dar para ir por el aparato y regresar luego al cómodo acogimiento de las cobijas le pareció empresa insuperable. Pero ¡qué aburrido estaba aquel programa! Y ¡qué sacrificio enorme debía hacer para traer el control remoto! En eso oyó pasos en la escalera. Reconoció los de su mujer. Entró la esposa y se echó de rodillas, gemebunda, al pie del lecho. "¡Perdóname, por favor!” -clamó una vez más, desesperada. Con tono grave habló el marido: "Te perdonaré con una condición”. "¿Cuál es?” -inquirió, temerosa, la mujer. Dijo el ofendido esposo: "Que me alcances el control de la tele”. Se lo trajo la señora; se desvistió luego, se metió en la cama y le preguntó a su marido: "¿Qué estás viendo?”. Fin de la historia. Aquí no ha pasado nada... FIN.

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