LA CARROCA

Gatos

Por Soraya Valencia Mayoral*
domingo, 12 de noviembre de 2017 · 00:00

“Los enamorados fervientes y los sabios austeros/ aman por igual en sus años maduros/ a los gatos fuertes y suaves…” dice una traducción del famoso poema de Baudelaire, Los Gatos. No sé si soy una enamorada ferviente o sabia austera, pero amo a los gatos y desde niña. En casa de los Valencia siempre hubo lugar para acoger y cuidar a cuanto bicho nos encontráramos: perros, gatos, guajolotes, patos, mapaches y hasta una rata blanca, Don Timoteo. El patio era bastante grande y alcanzaba para el jardín de flores de mi madre, los olivos y otros árboles frutales, la amplia pérgola trenzada de parras a cuya sombra se mecían discreta y pudorosamente las prendas de vestir recién lavadas y el espacio para los inquilinos. Pero los gatos tenían pase de entrada a la casa y sobre todo, a las habitaciones de los hijos, en especial de las niñas, o sea, de la Paty -que Dios tenga en su gloria disfrutando de la vida eterna a carcajada batiente- y de su servidora. Nada más delicioso que el ronroneo del gato consentido en las noches frías y húmedas de aquella Ensenada de los sesentas, una taza de chocolate caliente preparado por mamá y el ambiente caldeado por una vieja estufa de leña (herencia de nuestro rancho de san Antonio de las Minas) que hacía las veces de chimenea y que papá atizaba, seguramente recordando el fogón de la vieja casona de su abuela junto a quien vivió lo mejor de su infancia. Entre tal elenco de mascotas, en medio de una verdadera tribu de padres, hermanos, un tío y quien pidiera posada, crecimos. Y cada quien repitió por gusto o tendencia a la réplica culposa, algunos matices de aquel modelo familiar. Si hay un denominador común en casa de cada hermano, de los que quedamos, además de los apellidos, es la presencia de un gato. Los gatos, redimidos y entronizados en el espacio virtual merced a la bendición de las redes sociales, han sido objeto, como las mujeres, de odio y veneración, de cacería y culto cuasi místico. Dicen las malas lenguas que su casi exterminio (otra vez el miedo) durante la Baja Edad Media europea provocó el aumento de la población de ratas, cargadas de las pulgas que diseminaron la peste bubónica por todos los rincones de Europa. Vaya usted a saber. Lamentablemente no siempre fueron cuidados ni respetados, y salvo en algunas culturas en las que fueron deificados o se les concedió el honroso cargo de ser feroces guardianes de un templo, por lo general se asociaron a lo femenino y misterioso, lo sensual, la brujería y la magia, sobre todo los negros peluditos que hasta la fecha son víctimas de la violencia y la superstición. Hoy por hoy, mi viejo patio recibe la visita de muchos gatos. Ahí encuentran agua fresca, croquetitas, una casita para protegerse en caso de necesidad y varios árboles para trepar y descansar. Nadie los molesta y estoy segura que saben que son bienvenidos. Muchas veces he encontrado algún gato del vecindario muerto por envenenamiento, -sabrá Dios quién se quedó esperando y tal vez llorando- y le he dado gatuna sepultura. La mayoría de los que he rescatado han sufrido la misma suerte. Ahora resulta que los felinos domésticos deben vivir encerrados a cal y canto para no molestar, como si el mundo no fuera también para ellos. Bien dicen que la ética actualmente se ocupa más de cómo no meternos en problemas con el otro y menos de las preguntas fundamentales. Vale.

*La autora es mujer de letras sacras y profanas
 

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