BAJO PALABRA

La sonrisa que dibuja la esperanza

Por Hadassa Ceniceros
viernes, 26 de mayo de 2017 · 00:00

Eusebia y Pedro llegaron a la ciudad desde el centro de la república. Los hermanos de Pedro, dos profesores y sus esposas también maestras pidieron, cambio a la frontera norte. La "tierra de oportunidades”, todavía era percibida como viable en los años setenta. 

Pedro no tenía una profesión estable, llegó con un auto con la intención de trabajar en él como taxista. La pareja tenía cuatro hijas y esperaba un quinto. Él bromista y dicharachero, ella sonriente pero callada parecían un matrimonio bien avenido.

Llegaron y se instalaron todos en una sola vivienda por un tiempo. En cuanto fue posible los hermanos mayores se separaron cada uno a su casa. Para Pedro fue difícil encontrar la manera de registrar su carro como taxi, las placas eran muy altas de precio. Eusebia pasaba los días ocupada con sus hijos. La vida se le dificultaba, el dinero faltaba y el alimento debía compartirse entre seis personas. Ella a pesar de su embarazo estaba muy delgada. A veces se le miraba con alguna mancha enrojecida en la cara que rápidamente se volvía morado.

La pobreza contaminó todas las relaciones en la familia pero no era comentada. En estas circunstancias la soledad y el silencio rodeaban el tema de sus brazos siempre cubiertos y la sonrisa que parecía inexplicable.

Nació su hijo y en los siguientes años con altas y bajas en los trabajos de Pedro nacieron tres hijas más.

Poco a poco al crecer en edad la familia las hijas mayores, muy cercanas a Eusebia, sirvieron de valla entre los padres. Pedro se distraía más en la calle, bajó la tensión en el hogar y las frustraciones parecieron encontrar otras vías de escape. La distancia entre la pareja pareció ser un remanso entre las agresiones que habían sido casi lo normal entre ellos. Eusebia encontró ánimo para visitar a sus vecinas y tomar un café por las mañanas con ellas.

Pasaron los años las menores llegaron a la adolescencia, las mayores trabajaron tan pronto terminaron sus estudios medios.

Eusebia conversaba por las noches con las hijas mientras les llegaba el sueño, compartía desde tiempo atrás la habitación con ellas. En la oscuridad se escuchaba la voz suave de la madre y su risa acompañaba algunos de sus relatos.

Una noche muy tarde llegó Pedro exigiendo que lo acompañara a su cuarto, Eusebia se negó causando enojo y rabia en su marido. A la mañana siguiente la mujer fue a servicios médicos porque su nariz estaba herida. Al regreso del trabajo y la escuela, las hijas miraron a su madre con su nariz vendada y los ojos enrojecidos. Eusebia puso en un maletín alguna ropa y las hijas le dieron un poco de dinero. Sólo dijo "me voy”, las hijas asintieron.

Casi cuarenta años después encontré a Pedro empacando mercancía en un súper mercado.

De Eusebia no he vuelto a saber. Debe estar bien.





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