MIRADOR

martes, 15 de julio de 2014 · 21:37
San Virila estaba triste: desde hacía meses no caía una gota de lluvia en la comarca. Inútilmente pidió a los hombres que rezaran pidiendo el don del agua: los hombres no creían en los milagros.
Entonces San Virila se puso de rodillas en medio de las mieses agostadas, y empezó a rezar. A poco surgieron unas nubecillas en el cielo. Bien pronto se convirtieron en grandes nubarrones que dejaron caer su tesoro de lluvia sobre el campo.
-¡Milagro! -gritaron, jubilosas, las mujeres.
-Eso no es un milagro -respondieron los hombres con desdén-. Cuando hay nubes hay lluvia.
San Virila, al fin humano, se molestó bastante. Hizo un ademán y empezó a llover al revés: el agua se levantó de la tierra y regresó a las nubes, que se perdieron en el horizonte. La tierra volvió a quedar seca y polvosa.
Al ver aquello las mujeres gritaron otra vez:
-¡Milagro!
-Esta vez no hice un milagro -dijo el santo-. Lo que hice fue quitarles a los hombres el milagro que no supieron ver.

¡Hasta mañana!...


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