MIRADOR

martes, 22 de julio de 2014 · 00:01
Yo mismo planté estos membrilleros a lo largo del curso de la acequia. Los traje de General Cepeda, la antigua Villa de Patos, donde mi madre vivió los días de su niñez y su primera juventud. 
No tuve mala mano: prendieron todas las varitas, y con los años fueron una cortina verde que en agosto se llena de amarillos frutos, igual que adornos de oro en un telón de teatro. 
Ya están maduros los membrillos. Mañana, si Dios nos deja, empezará la pisca. Por tradición de siglos pondremos los primeros, los más grandes y hermosos, en el altar de Nuestra Señora de la Luz. Otros irán a los arcones y baúles -”castañas” los llamamos por acá-, y perfumarán la ropa blanca y las sábanas y colchas de la cama. Algunos darán sabor al sápido puchero, el rico caldo de res de las cocinas de Ábrego. 
Las mujeres harán con esta próvida cosecha la riquísima cajeta de membrillo que en los meses de invierno pondrá calor y dulcedumbre en el cuerpo y el alma. Demos gracias a Dios por este amarillo fruto. El amarillo es el color de Dios. Van Gogh lo dijo.

¡Hasta mañana!...

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