MIRADOR

martes, 29 de julio de 2014 · 23:07
Es clara y honda la noche en el Potrero de Ábrego; parece un mar de aguas oscuras en el cielo.
Crepita la fogata. A su lado bebemos en silencio nuestro mezcal. De pronto llegan por el viento aullidos de coyote. Los perros se ponen en pie, nerviosos; atisban la sombra y gruñen quedamente. Don Abundio arregla los pliegues del jorongo en que se envuelve y rompe a hablar como si también él crepitara.
-La gente no sabe que el coyote es muy agradecido. Una vez puse una trampa . Cuando fui a revisarla había caído una coyota. Me dio lástima porque a su lado tenía dos coyotitos. Ella se me quedó mirando con ojos de mujer. ¿Quién resiste una mirada de mujer? Levanté el fierro que le cogía la pata. La coyota se fue cojeando despacito; volteaba y me movía la cola. Un mes después iba yo por la loma y sentí un ruido. Era la coyota. Traía en el hocico una gallina golona. Vino como una perra mansa y me la puso a los pies, como regalo. 
Calla don Abundio. Callamos todos. Y es que no se le puede creer a don Abundio. Campesino viejo, cuando cuenta mentiras parece que está diciendo la verdad, y cuando dice la verdad parece que está contando una mentira.

¡Hasta mañana!...



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