Plaza de almas

lunes, 28 de julio de 2014 · 21:27
Narraré hoy la desastrada historia de don Jaime Rodríguez y de la terrible experiencia que vivió en el pueblo de Nombre de Dios, un prestigiado sitio de Durango. El relato es triste, y seguramente servirá de provechosa lección a alguien. (No sé por qué los relatos tristes siempre sirven de lección, no así los alegres). Haré antes una pertinente aclaración: lo que voy a contar sucedió hace mucho tiempo, cuando las costumbres en ese lugar eran distintas a las de hoy. En la actualidad Nombre de Dios es un pueblo de gente trabajadora y honesta que siempre hace honor a la palabra dada y que nunca deja de cumplir sus compromisos. A lo mejor quienes participan en esta historia ni siquiera eran de ahí. Pero basta de introducciones. Don Jaime era barillero. Se ganaba la vida vendiendo quincalla de pueblo en pueblo, cosas de buhonería: cintas y listones, peinetas, botones, piezas de tela, abalorios y mil y mil baratijas que en los lugares pequeños son muy apreciadas. Entre los que visitó estaba Nombre de Dios. Llegó y fue muy bien recibido, mejor que el doctor Dulcamara, el de la ópera "El Elixir de Amor”. Todos le querían comprar, todos admiraban boquiabiertos los variados efectos que llevaba. No había quien no quisiera llevar algo: éste un peine; aquél una cachucha; el otro un encendedor de yesca y pedernal. Las muchachas querían espejos; las señoras de más respeto un chal. Por desgracia, le dijeron con rostro compungido, aún no levantaban la cosecha, y por lo tanto no tenían dinero. "¡Eso qué importa!” -declaró munificente el buen don Jaime. Había confianza, no faltaba más. Que cada quien tomara lo que de su gusto fuera; él apuntaría la compra en un cuaderno que para el caso llevaba prevenido, y volvería después a cobrar el monto de lo fiado. Así, a crédito, voló toda su mercancía en menos que se persigna un cura loco. Vacías quedaron las dos grandes canastas que el barillero llevaba, y vacío quedó también un pequeño baúl que traía con cosas de su uso, y que vendió también aprovechando la buena disposición de aquella magnífica clientela. A todo le aumentó el precio, por el crédito que daba, y aun así los lugareños aceptaron la tasa sin chistar. Vendida toda su mercadería, don Jaime Rodríguez salió loco de contento sin su cargamento para la ciudad. Llegó el tiempo en que la cosecha en Nombre de Dios solía recogerse. Confiado en su vastísima cartera de cuentas por cobrar don Jaime había contraído a su vez cuantiosas deudas. Con lo que a él le pagaran, decía a sus acreedores, pagaría él. Llegó a Nombre de Dios y empezó sus gestiones de cobranza. Y ahí fue el llanto y el crujir de dientes. Nadie le quiso pagar. Uno alegaba no haber comprado nada, y cuando don Jaime le presentaba su nombre escrito en el cuaderno decía que él no se llamaba así, sino asá, o que sí se llamaba, pero que algún enemigo suyo había hecho la compra utilizando su nombre, porque en ese tiempo él andaba muy lejos, por tierras de Zacatecas o Chihuahua. Otro decía que la cosa comprada no había servido: al peine se le cayeron los dientes en la primera peinada, y quedó todo desmolado; el listón se destiño; encogió la tela del vestido. Los espejos no eran buenos: una mujer más fea que el pecado se quejó de que el que había comprado no la reflejaba con verdad. Argumentó don Jaime, rogó, amenazó. Todo fue en vano; los taimados lugareños se le reían en las barbas; a la ofensa añadían la burla. Acudió don Jaime ante la autoridad, y se encontró con que el juez era uno de sus deudores. Por poco no para él en la cárcel. Se fue, pues, a la posada con el rabo entre las piernas, mohíno y atufado, seguido por las risillas de quienes se lo topaban en la acera. Ese mismo día tomó el portante. Quiero decir que se largó. Pero antes se consiguió un carbón, y con él escribió en la pared de su cuarto una lapidaria cuarteta vengadora: "Pueblo de Nombre de Dios: / nomás tu nombre me agrada, / porque lo que es tu clientela / vale pa’ pura chingada”... FIN.



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