La Casa Antigua

Por Daniel Arellano Gutiérrez
domingo, 14 de agosto de 2016 · 00:00
Gustavo llegó al café veinte minutos antes de lo acordado, cosa extraordinaria para él tomando en cuenta que estaba acostumbrado a presentarse con impuntualidad cada vez que tenía una cita.
El café, un lugar rústico llamado ‘La Casa Antigua’, era un lugar rebosante de amenidad. Toda la fachada poseía el aspecto particular de una cabaña inglesa de finales del siglo XIX. Pintada de rojo con blanco y adornada por focos dorados, plantas y un perro viejo en la entrada del lugar, el sitio recordaba a un espacio alejado de la ciudad, una especie de cabaña rural donde la atmósfera era de completa tranquilidad. 
Adentro, las mesas estaban decoradas con cubiertos y vajillas añejas, algo que reafirmaba la impresión de atemporalidad del lugar. En las paredes había colgadas fotografías viejas de la ciudad, así como un espejo, un reloj y uno que otro cuadro sereno que terminaban por conformar la imagen arcaica del café.
El motivo de la inusual puntualidad de Gustavo aquella tarde era sencillo, quería que todo estuviera en perfecto orden antes de que apareciera su cita. Al llegar al lugar, lo primero que hizo Gustavo fue pedirle trapo y atomizador a la cajera y empezar a limpiar las sillas y mesas que por la noche se habían empolvado por culpa de las travesuras del viento; no recordar cerrar las ventanas del lugar era el peor olvido posible. 
Mientras dejaba impecables cada una de las superficies de madera, Gustavo lanzaba ocasionales miradas nerviosas hacia la entrada del lugar, ansioso y a la vez preocupado porque le fuera a faltar tiempo para terminar de limpiar el establecimiento antes de que llegara su cita.
Una vez limpias todas las mesas del local, Gustavo tomó escoba y recogedor y comenzó a barrer la basura que se había acumulado entre los rincones del piso. Escobazo tras escobazo, desterraba poco a poco el polvo que cómodo reposaba sobre el suelo, dejando en su lugar una estancia por completo libre de suciedad. 
Mientras limpiaba, el cuerpo de Gustavo se paralizaba cada determinado tiempo contra su voluntad, pausando su tarea unos segundos. En cuanto una voz femenina alcanzaba sus oídos, un ligero temblor recorría su columna vertebral, culminando  el espasmo en un suspiro de alivio al comprobar que su cita no era la que acababa de llegar. 
La idea de que aún le quedaba tiempo para terminar su trabajo renovaba de inmediato su entusiasmo.
Finalizados el aseo del piso, las sillas y las mesas, y con las manecillas del reloj a punto de alcanzar la hora acordada, Gustavo entró en el baño y cogió lo que sería su última herramienta de limpieza: una toalla azulada utilizada para limpiar las ventanas del café. 
El proceso de lavado consistía en los siguientes pasos: primero echaba un poco de agua sobre el cristal con el atomizador, luego tallaba con cuidado hasta el último centímetro del vidrio, guiando sus movimientos en un patrón que iba de lo más bajo a lo más alto de la ventana. 
En medio de todo este ritual, Gustavo imaginaba reflejos falsos de su cita en el cristal, cosa que lo obligaba a girar cada cierto tiempo para comprobar que aquellas sombras en realidad no eran de verdad. No podía dejar que ella lo viera así, tenía que terminar de limpiar antes de que llegara.
Justo cuando Gustavo estaba por remover la última mancha de la ventana más alejada del café, la cajera del local se le acercó y le dijo quedamente:
—Abuelo, la abuela no vendrá hoy, ya no vendrá nunca. Bien sabes que murió hace un año, tienes que recordarlo.
Claramente desconcertado y confundido, Gustavo respondió con visible humor imprimido en su tono de voz:
— ¿Abuela? Disculpe señorita, pero creo que se ha equivocado de persona, yo estoy esperando a una mujer muy joven y atractiva, tenemos una cita dentro de dos minutos, en este preciso lugar. Por eso limpio, para que ella encuentre todo en perfecto estado. Ahora, si me disculpa, quisiera terminar de limpiar las ventanas antes de que mi cita llegue, que en realidad ya no ha de tardar mucho en atravesar aquella puerta.
La muchacha, con una mueca de dolor y una falsa sonrisa obligada, asintió levemente y dejó que Gustavo siguiera limpiando las ventanas, las mismas que cada madrugada, él dejaba abiertas desde el día en que su memoria se volvió tan antigua como la casa donde, años atrás, se encontró por primera vez con la que sería su mujer.

Comunicólogo y fotógrafo.

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