Cuento

El señor Guerra y la señora Paz

domingo, 19 de febrero de 2017 · 00:00
El señor Guerra vivía en una colina donde siempre llovía y tronaba.

El señor Guerra tenía una gran mansión de madera que se caía a trozos, y pocas veces salía de su casa, si no era para gritarle al tendero que le llevaba la comida.

—¡Espadas oxidadas! ¡Me ha vuelto a traer yogures de fresa!
—Es que... los de pera se me han terminado —contestaba asustado el tendero.
Entonces el señor Guerra descolgaba su vieja escopeta y gritaba:
—¡Fuera de aquí ahora mismo o le lleno el trasero de perdigones de sal!
—¡No dispare! ¡Ya me voy!
—¡No vuelva sin los yogures! ¡Y la próxima vez, que no estén caducados!
Junto a la mansión del señor Guerra, separada por un riachuelo, había una modesta casita que no se alquilaba desde hacía años. Claro, nadie quería vivir cerca de aquel hombre tan renegón.

Pero mira por dónde, un buen día llegó al pueblo una mujer que se enamoró de aquella casita en lo alto de la colina y la alquiló sin hacer caso de las advertencias de los vecinos.

Fue entonces cuando, por primera vez, un rayo de Sol se coló entre las nubes que oscurecían la colina.

Al ver el Sol, el señor Guerra se asomó a la ventana muy enfadado. Y todavía se enfadó más cuando vio que, con la luz del Sol, se habían abierto las flores. Malhumorado, cruzó el río por el puentecito y llamó a la puerta de su vecina.

Cuando la mujer abrió, el señor Guerra le gritó:
—¡Mire lo que ha hecho! ¡Nada más llega usted, ha salido el Sol!
—¿Verdad que es una maravilla? —contestó la mujer, amabilísima.
—¡Por todas las cargas de caballería! ¿Una maravilla? ¡Es un desastre! ¡A mí sólo me gusta el cielo gris de lluvia!
—Pues tendrá reúma, ¿señor..., señor...?
—¡Señor Guerra! ¡Mi nombre es señor Guerra!
—Encantada. Yo me llamo Paz, señora Paz. ¿Quiere pasar a tomar un té?
—¡Odio el té! —gritó el señor Guerra, rojo como un tomate, y se fue sin despedirse de la señora Paz.

Habían transcurrido unas semanas desde la llegada de la nueva vecina y ahora sólo llovía a ratitos. El señor Guerra miraba el cielo y se tiraba de los pelos, furioso.
 
Una mañana, mientras el señor Guerra, que era inventor, trabajaba en su taller, notó un olor extraño. Sacó la cabeza por la ventana y se percató de que se trataba del perfume de las flores. Durante unos segundos olió aquella fragancia, pero en seguida se irritó y cerró la ventana bruscamente.

Pocos minutos después, el señor Guerra oyó el timbre de la puerta. Molesto, porque no lo dejaban tranquilo, fue a abrir. La señora Paz, con cara amable, se encontraba afuera.
—¿Me puede dar una tacita de azúcar? Estoy haciendo un pastel y se me ha terminado.
—¡Ballestas picadas! —exclamó el hombre—. ¡Odio el azúcar! ¡No me gustan los dulces!
—¿Es diabético? —preguntó la señora Paz con los ojos muy abiertos.
—¡No, no soy diabético! ¡Que lo pase bien! —y cerró la puerta sin contemplaciones.
 
Por fin, llegó la primavera. Y las golondrinas, que no sabían quién era el señor Guerra, hicieron los nidos en su mansión.

—¿Qué es este bullicio? —se quejó el hombre—. ¡Ah, esas malditas golondrinas!
Entonces cogió el bastón para limpiar chimeneas y salió decidido a destruir los nidos. Se subió a una escalera y, justo cuando estaba a punto de destrozarlos, oyó a su espalda la voz de su vecina. Del susto, perdió el equilibrio y se cayó al suelo.

—Qué aterrizaje más espectacular, señor Guerra. ¡Qué pena que no llevase paracaídas!
—¿Qué hace usted aquí? —le chilló el hombre frotándose el trasero dolorido.
—He venido a traerle un pedazo de pastel. Tiene poco azúcar, porque sé que no le gusta mucho.
El señor Guerra se quedó sorprendido. Nunca había recibido un regalo. Además, se sentía ridículo por la caída. Por eso, no supo qué decir y de un manotazo cogió el pastel y cerró la puerta con cara de pocos amigos.
 
Aquella misma tarde, el señor Guerra tuvo otro disgusto. Se le estropeó el gramófono y no pudo escuchar sus discos de marchas militares. Contrariado, se fue a la cocina, porque de repente le había entrado hambre. Y allí descubrió el trozo de pastel de la señora Paz. Como era lo que tenía a mano, lo mordisqueó. De repente, notó una agradable sensación que no recordaba haber tenido nunca.
 
Al día siguiente, el señor Guerra partió de viaje porque tenía un encargo de un general. Se fue pasito a pasito, y la negra nube que cada tarde provocaba un chaparrón le siguió como si fuese su sombra.

Cuando regresó, el señor Guerra se llevó las manos a la cabeza. El porche de la puerta estaba pintado de rosa y lleno de macetas con flores que adornaban la barandilla.

—¡Por todos los sables! ¿Qué significa esto? —exclamó.
Cogió la escopeta y se dirigió hacia la casita de la señora Paz.
—¡Caramba! ¿Va a cazar dragones? —preguntó la señora Paz al verlo.
El señor Guerra estaba a punto de explotar.
—¿Qué sabotaje ha cometido con mi porche?
La mujer sonrió y le explicó que, durante su ausencia, una ráfaga de viento había derribado el viejo porche. Como nadie en el pueblo había querido ayudarla, lo había reparado ella solita.
El hombre estaba desconcertado.
—Pero..., pero..., ¿por qué lo ha hecho? —acertó a decir.

—Somos vecinos, ¿no? Tenemos que ayudarnos.

El hombre estaba clavado en la puerta con la boca abierta. Después regresó a su mansión, cruzando el puentecito de piedra, muy enfadado.

Proyecto Cuentos para Crecer. 

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