El señor Guerra y la señora Paz Segunda de dos partes

domingo, 26 de febrero de 2017 · 00:00
A principios de verano, el señor Guerra acabó el invento que le había encargado el general. El hombre lo arrastró hasta el patio para probarlo.

De repente, la señora Paz vio cómo volaba una gran piedra, que fue a parar a un estanque. Unas ocas huyeron asustadas. La señora Paz se acercó hasta el patio del señor Guerra, donde vio una extraña máquina.

—¿Qué ha inventado que hace tanto jaleo? — le preguntó.

El señor Guerra cambió de expresión al oír hablar de su invento. Se hinchó orgulloso y con gran satisfacción exclamó:
—¡Una catapulta!
—¿Una cata... qué? —repitió a medias la señora Paz.
—¡Una catapulta! Un aparato que tira piedras y derrumba murallas. Me la ha encargado un general que quiere una nueva arma de guerra. He inventado una catapulta que lanza las piedras mucho más lejos. Fíjese.
El señor Guerra apretó una palanca, y una piedra salió disparada y fue a parar sobre unas sábanas que estaban colgadas en un prado.
—¡Oh, Dios mío! ¿No podía haber inventado otra cosa? —gritó la mujer, y se marchó de aquella mansión que se caía a trozos.
El hombre quedó desconcertado. Era la primera vez que veía a la señora Paz disgustada.
 
El Sol parecía derretir las piedras aquella mañana. La señora Paz salió alarmada de casa, cruzó rápidamente el puentecito llamó a la puerta de su vecino.
—Un gran fuego está quemando el valle y amenaza con destruir el pueblo —dijo con prisa.
El señor Guerra se encogió de hombros.
—¡Usted es inventor! ¡Tiene que hacer algo!
El hombre se la quedó mirando burlón.
—¿Se cree que soy un bombero?
—¿Por qué no utiliza la catapulta para apagarlo?
El señor Guerra se rio a carcajadas.
—¿Quiere apagar las llamas con piedras?
—No, pero tirando cubos llenos de agua, podríamos apagarlo.
El hombre dudó unos instantes y finalmente dijo:
—Imposible. Hoy viene el general a buscar la catapulta.
—¡Por favor! Cuanto antes apaguemos el fuego, antes podrá entregársela.
La señora Paz cogió de la mano al señor Guerra y lo condujo hasta la catapulta. El señor Guerra iba a protestar, pero el tacto de aquella mano era tan suave que se dejó llevar.
 
Mientras el hombre preparaba la máquina, la vecina bajó al pueblo para que la gente la ayudase a llenar cántaros de barro con agua del pozo que tenía el señor Guerra.
La catapulta los arrojaba contra las llamas con gran puntería. Al chocar con el suelo, los cántaros se partían y el agua iba apagando las llamas.
Finalmente, el incendio se extinguió y todo el pueblo felicitó al señor Guerra y a la señora Paz por su importante colaboración. El tendero, entusiasmado, regaló un montón de yogures de pera al señor Guerra y el alcalde lo condecoró. El señor Guerra estaba conmovido. Tenía muchos sentimientos contradictorios en su interior y, como no salía de su asombro, huyó hacia la mansión.
 
Durante el resto del verano nadie le vio el pelo al señor Guerra. No salía de casa ni abría nunca la puerta.
Sin embargo, cuando las hojas del otoño cubrieron los cultivos, pasó una cosa inesperada. El señor Guerra estaba leyendo un libro de batallas al lado de la chimenea, y de pronto oyó unos gritos de socorro. Sin pensárselo dos veces, cogió la escopeta y saltó el puentecito. Entonces pudo ver a unos ladrones robando las gallinas de la señora Paz. El señor Guerra habló con voz de trueno:
—¡Eh, bribones, dejad las gallinas! —y disparó un tiro al aire.
Los ladrones se asustaron y huyeron a todo correr.
El señor Guerra los persiguió, pero se lió con la ropa tendida y fue a parar a un charco de barro. La señora Paz salió al patio. Estaba asustada, pero al ver el aspecto de su vecino, no pudo reprimir la risa. El señor Guerra se levantó y, de repente, se sintió tan ridículo por su apariencia que sólo se atrevió a preguntar:
—¿Se encuentra bien?
—Sí.
—Pues..., ¡que le vaya bien!
Y se fue caminando muy dignamente hacia su casa.
 
La señora Paz dejó pasar dos días y llamó a la puerta del señor Guerra con un ramo de flores. Desde dentro de la casa, a la mujer le llegó un agradable olor. Y el señor Guerra apareció con el delantal puesto.
—¿Que está haciendo? —le preguntó sorprendida la mujer.
—Estoy haciendo un pastel. Desde que me trajo aquel pedazo me he aficionado al dulce. Tengo otro preparado, ¿quiere un trocito?
—Encantada.
Y la mujer entró en casa del señor Guerra por primera vez. Mientras colocaba las flores en un jarrón, le sorprendió ver las paredes de colores.
—¿Ha pintado la casa?
—Así hacen juego con el color del porche que pintó usted.
La charla, de pronto, quedó interrumpida por una explosión. El señor Guerra corrió hacia su taller. Una vez dentro, un chorro de agua le regó. Entonces el hombre, mojado de pies a cabeza, paró la máquina de donde salía el agua.
—¿Qué es este artilugio? —preguntó la señora Paz, conteniendo a duras penas la risa por la pinta de su vecino.
—Una máquina para apagar fuegos. La he... La he fabricado con la madera y la chatarra de la catapulta.
—¿Y el general? —preguntó la señora Paz, sonriendo dulcemente.
—Tendrá que retrasar su guerra...
Aquella tarde la señora Paz y el señor Guerra estuvieron charlando muy animados. Ella trajo discos y... hasta bailaron un vals. Cuando se despidieron, se sorprendieron los dos dándose un beso.
Poco después, la casita de la señora Paz se alquilaba de nuevo. Y es que el señor Guerra y la señora Paz habían decidido casarse.
Y cómo son las cosas, ahora el señor Guerra tiene un carácter muy agradable y nunca utiliza la escopeta. Por el contrario, la señora Paz no puede dejar de enfadarse si el tendero les lleva yogures de fresa, porque los que le gustan a su marido, los de pera, se han terminado.

Proyecto Cuentos para Crecer.

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