Poemas

domingo, 16 de abril de 2017 · 00:00
Por Liz Durand Goytia 

Bitácora de un pequeño vuelo

Aquí estamos con todo nuestro enorme tamaño queriendo acomodarnos con todo y cosas en un minúsculo avión. Mi equipaje de mano resultó enorme para esas pequeñas guanteras en donde no puedo entrar y debo acomodarlo pero bajo el asiento tampoco logré hacerlo y amenazan con irlo a documentar… ¡pero si es mi computadora, mi monedero y un libro! Aunque claro, vienen las carpetas con documentos y poemas. 
La azafata se empeña en cumplir su cometido y sacude, voltea, aplasta mi maletita para que quepa y nada… se lo tendrán que llevar a documentar pero le avisan que tampoco hay espacio. Entonces le viene una iluminación a la chica –que la salva de un síncope de frustración- y me indica que le saque lo que pueda. Tomo mi celular, mi cartera, mi libro y la compu para que ahora sí, debidamente comprimida, quepa la maleta mientras yo llevo en las piernas lo mencionado, afortunadamente traigo mi inseparable rebozo donde puedo envolverlas para que no rueden por todo lado en caso de que me pudiera yo mover porque desde luego la dimensión del espacio está medida con tal precisión que ni un sólo pelito puede estar fuera de su lugar, cuantimenos las piernas aunque no quepan, y así…
Y yo que me preguntaba si nos darían algo de comer en el avión… a menos que sean píldoras, no veo cómo.
Pero volamos, estamos ya a la altura de las nubes y contrario a mis cálculos nada indica que no podamos llegar, a menos, desde luego, que esté signado ya en nuestro destino, lo cual sería un poco terrible pues como dije al principio, qué poca gracia sería quedarse en un lugar tan pequeñajo y pobre para las grandes pretenciones que cargamos a cuestas en enormes malestas… (aunque siempre quedaría como un intento de volar).

Vuelo Tijuana-Cd. Juárez , octubre 2015. 

Quizá también soy noche
Es noche. Me levanto del sueño que no pudo envolverme y deambulo por la casa buscando los secretos nocturnos de las cosas, su palpitar oculto a nuestros ojos en el día, cuando la luz es un escudo bajo el cual se ocultan los rumores.
Pensé en oscuridad al levantarme. No había descubierto cuánta luminosidad impone el hombre a la tersa negrura de la noche. Algo teme, por eso hay reflectores en el patio del vecino y lámparas en las calles y focos en los dinteles de las puertas.
Teme a su oscuridad. Teme su lado oscuro. Que las tinieblas lo deje encontrarse con su lobo. Tiene miedo de ver el gran vacío cuando tiene que enfrentar la oscuridad. Prefiere que no reposen sus párpados acosados, que se cuelen incansables haces de luz por sus pestañas, en la vigilia o en el sueño, con el sonido de los días o los ladridos de las noches.
Así que no hay secretos en las cosas, ya todo les ha sido arrebatado y ni siquiera tenemos memoria de los tiempos en que los objetos cobraban vida por las noches, siempre pendientes de no ser descubiertos por algún insomne despistado persiguiendo ovejas.
Espera un reencuentro con la noche, con las felices sombras que conocí en la infancia, cuando las horas transcurrían en el asombro porque miraba parpadear la oscuridad, sentía su pulso acompasado con el mío, miraba absorta recorrer sus velos al amanecer, cuando asomaba el día brillante como siempre, ocultando otra vez la hermosura, el misterio de la noche.
Tampoco está el silencio. Gruñen las calles acosadas de motores que recorren sin parar las avenidas presurosos por ganar las carreteras.
De todos modos, es noche. Mi lámpara de pie acompaña firme la hora del insomnio, como el tic tac venido de otro tiempo que resulta en único vestigio del pasado.
No tengo luna. Lo que brilla a lo lejos no son astros sino neones. Lo que escucho no viene del silencio sino de otra ciudad que no descansa.
Quizá todos están levantados en sus casas, buscando sus noches, los secretos de las cosas o agazapados en el temor de verse a oscuras y en silencio enfrente de sus lobos.
Quizá también soy ellos, o noche, o miedo. O lobo.

Lección de llanto
...Y cuando estás aprendiendo
crees que no debes llorar,
alguien te dijo que las lágrimas
son puerta a la debilidad.

Eso es mentira: son caudales
de agua tibia nacidos
para sanar, para aliviar
al alma llena de pesares,
para expresar la más auténtica
alegría, para dejar fluir la rabia
que de otro modo nos consume.

Agua que rueda
que te inunda
que altera por un momento tu visión
para que enfoques mejor cuando se seca.

Llora, llora cuando no puedas más
llevar adentro una congoja;
llora cuando el dolor del cuerpo
te atormente;
llora cuando una despedida sea difícil,
cuando te sientas muy pequeña.

Llora también cuando conozcas
la delicada ternura de un cachorro,
la inmensa indefensión
de un perro de la calle,
el majestuoso amanecer en los océanos.

Puedes llorar para vaciar el cántaro
que llevas en el pecho,
ese arcón donde guardas lo que importa
pero también escondes lo que punza.

El llanto nos es dado
para vivirlo en cada gota de su sal,
para aquietar las mareas que nos sacuden,
para no naufragar en sus tormentas.
Llora.

*Poeta residente en Ensenada. 

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