Paisajes y fisuras

domingo, 30 de julio de 2017 · 00:00

Por Adán Echeverría*

Las pinturas necesitaban recogerse. Se hacía tarde para volver a casa. Me quedaría a cuidar a mi nieta, descubrí que es algo que mi cuerpo necesita. Esa alegría que a veces me hace olvidar antiguas historias que me remontarían a mis días en otra ciudad. Una ciudad sin mar. Porque el mar fue lo primero que me salvó de la desesperación. El mar y el clima, el relieve que siempre aparecía en mi horizonte para recordarme que siempre hay que subir, continuar y subir.

Desde que salí de aquel paisaje de ruidos y cemento, la brisa marina, los ojos tan cargados de azul, fueron la oportunidad para nuevos retos. Tener un hijo o dos, por decisión propia, qué importaba la infancia dolorosa en recuerdos, y la lejanía del cariño a mi alrededor ya dilapidado.

Para eso había crecido, para eso había dejado atrás los grises pensamientos que me impulsaban a causarme daño. Estos paisajes de campos abiertos eran la oportunidad para no repetirme.

Yo sí sería madre, y con el paso de los años, heredaría a mis hijos la necesidad de transmitirse en la vida, les daría la esperanza como se heredan las miradas, o el color del cabello. Yo sí sería abuela.

Por eso, cuando la esposa de mi hijo me marcó al móvil, dije que sí. Claro que puedes dejarla conmigo. Estoy en el instituto Riviera pero salgo enseguida para la casa. Sólo tengo que pasar a buscar unas de mis obras y regreso. Esa fue la imprudencia. Todo, fue la imprudencia.

Uno piensa que ya está en otro lado, y aún no camina los primeros pasos. Así defino la prisa. Y con prisa corrí a la sala de exposiciones. Mi amiga me había comentado que era mejor que fuera ya por mis pinturas, porque si no las llevarían a la bodega del instituto, y saldrían de vacaciones. Y no pensaba dejar mi obra para que sufra daños por malos manejos. Así que fui por ellas; pero como no estaba en mis primeros planes, ya estaba pensando en estar con mi nieta, y ya estaba pensando en llamar el taxi, y ya estaba pensando en todo, menos en que la pieza era muy grande, que no me dejaba ver lo que había en el camino que recorrían mis pies, y por eso no me pude percatar del escalón, que durante tantos años había esquivado una y otra vez.

Tropecé y como sostenía con mi brazo izquierdo la pintura, por la parte de atrás, no pude meter la mano. Mi peso cayó sobre mi codo.

Y hoy, tengo que seguir usando esta codera para sostener un brazo que ya no me funciona del todo. Pero he decidido ser una gran abuela capaz de siempre sonreír, y por ello –a pesar de que aquella vez tuve que dejarla esperándome- decidí comprarle una codera más chica a mi nieta, porque le gusta jugar a imitarme. Los nuevos retos están en el horizonte.

*Escritor y poeta.

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