Cuento

La isla lejana

domingo, 9 de julio de 2017 · 00:00
Érase una vez un hombre infeliz que deseaba estar solo. Había surcado los mares durante toda su vida y sentía que su hogar no estaba en ninguna parte. Era tan desgraciado que se dirigía a los demás con gruñidos, como si fuese un monstruo.

—Préstame un bote y remaré hasta aquella isla —le dijo a su capitán.

Pero éste se negó. El hombre saltó del barco y nadó hasta una roca desértica que se alzaba en medio del océano. Estaba tan apartada que era la isla más alejada del mundo.

Por fin estaba completamente solo. El viento silbaba y el mar rugía. El barco acabó desapareciendo en el horizonte. Al cabo de un rato, el hombre entró en una cueva, se preparó un lecho con aleas y se durmió.

A la mañana siguiente, encontró en la orilla un saco de arroz que le habían lanzado desde el barco y un gallo medio ahogado. Alimentó al animal con unos granos de arroz y plantó el resto. Más tarde, encontró agua dulce para beber y mejillones para comer.

Y así continuó con su rutina, hasta que un día el cielo se oscureció, el mar se embraveció y el viento arrastró un barco hasta la isla.

Cuando los marineros desembarcaron, el hombre se refugió en su cueva.
—¡Marchaos! —gruñó a través de su espesa barba.
Los marineros se asomaron a la cueva:
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —preguntaron.
Silencio.

Los «visitantes» recogieron parte del arroz, el más crecido. Cuando el mar recuperó la calma, dejaron un limonero —por si acaso— y regresaron a su embarcación.

Al cabo de un tiempo, llegó a la isla otro barco. Los marineros recogieron arroz y limones, y dejaron —por si acaso— un platanero, una piña, un granado y una palmera datilera.

Cuando tempo después, regresaron a la isla, encontraron plátanos maduros, piñas y granadas jugosas, además de dátiles carnosos. Al ver la fruta se les hizo la boca agua. Así, se asomaron a la cueva.
 
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
Silencio.
—¡Hola! ¿Este huerto es tuyo?
Silencio.
Así que recogieron fruta y más fruta.
—¡Hola! ¿Cómo podemos compensarte?
Silencio

Los marineros decidieron dejar —por si acaso— gallinas, patos, cabras, pavos y cerdos.
 
 Un buen día, la reina de Portugal escuchó la historia de la isla milagrosa en la que los marineros habían plantado su bandera, y de cómo había pasado de ser una roca desértica a un rico vergel. La reina envió un mensajero a la isla.
Cuando llegó a la entrada de la cueva, el misionario tosió levemente antes de anunciar:
—La reina desea verte.
En el interior de la cueva, el hombre solitario emitió un profundo suspiro y negó con la cabeza:
—¡No puedo ir!
—¡La reina lo exige! —advirtió el mensajero—. ¡Y a las reinas hay que obedecerlas!
Así, una noche sin luna, el mensajero acompañó el hombre infeliz hasta el barco de la reina.
Cuando por fin se presentó ante la reina, esta le dijo:
—Habéis alimentado a mis marineros en vuestra isla lejana. Como recompensa, os concedo cualquier cosa que deseéis.
El hombre la miro a través de su larga melena.
—No deseo nada, Majestad.
—¿Nada? ¿Ni siquiera un castillo?
El hombre negó con la cabeza.
—Tengo una cueva.
—¿Un barco, tal vez?
—No deseo navegar.
—¿Un reino? —insistió la soberana.
—Tengo una isla.
—Entonces, ¿qué deseáis?
—Lo único que anhelo es que me dejen solo. ¿No veis...?
—¿Qué? —la reina lo interrumpió.
—¡...que soy un monstruo!

La reina se le acercó, le apartó el cabello del rostro y le miró a los ojos. Después, le tomó las manos y las observó con atención.

—Yo no veo a ningún monstruo —dijo la reina—, sino a un gran jardinero.
El hombre observó la ciudad, deslumbrante y repleta de gente, y recordó su isla en medio del océano. De pronto sintió un enorme deseo de marcharse.
En aquel momento, la costurera de la reina dejó de coser y alzó la vista. En los ojos del hombre percibió un brillo misterioso: el brillo de un lugar lejano…, y algo más.
De repente, decidió que la vida no podía consistir únicamente en remendar la ropa interior de la soberana.
Cuando salió del castillo, la costurera fue tras él.

—¡Márchate! —siseó volviendo la cabeza.
—¡Déjame en paz! —refunfuñó mientras atravesaba la ciudad.
—¡No te acerques! —gruñó mientras se retiraba a los camarotes bajo la cubierta.

La costurera no le hizo caso. Durante la travesía se entretuvo remendando las velas del barco.
Cuando el hombre volvió a pisar su isla lejana, descubrió que la costurera lo había seguido.
—¿Qué haces aquí?

Pero la costurera se limitó a canturrear y empezó a plantar las semillas que había llevado consigo a la isla.
Los días fueron pasando en silencio mientras la pareja trabajaba, cavaba y plantaba, hasta que tuvieron las manos ásperas y los labios salados por la brisa del mar. Las plantas arraigaron y florecieron, las enredaderas treparon y se enredaron en los árboles, los árboles crecieron altos y formaron bosques, y los pájaros acudieron a vivir a la isla al ver que ya no era una roca desértica.

Un buen día, el hombre observó que la isla estaba cubierta de una frondosa vegetación. Pero algo más había empezado a crecer. Incluso el aire había cambiado. Algo se estaba enredando, creciendo y arraigando en lo más profundo de su ser.
De pronto, lo entendió todo.
—¡No soy un monstruo! ¡Nunca lo he sido!
Abrió los brazos, inclinó la cabeza hacia atrás y rió abiertamente. Acababa de descubrir aquello que tanto había estado buscando:
¡la felicidad!

Proyecto Cuentos para Crecer. 

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