Cuento

Tamales de puerco

domingo, 20 de agosto de 2017 · 00:00
Edgar Chávez*

Mire, mi lic, no es una cosa pa’volverse rico, para el tamal sordo, sin relleno, sólo con chile, uno tiene que comprar cuando menos el nixtamal, las hojas, los jitomatitos y los chiles. Esos siempre se me quedan, aunque sean los más bara. A la gente le gustan con algo adentro, de menos rajas o queso con el chile. Esos van saliendo más rápido. Los de dulce sale pior se venden menos que los sordos y me salen más caros. Ora, si quiere que de plano se vendan tienen que ser de puerquito. Ese sí, como sea. En chile rojo, verde, en molito … pare usté de contar. Esos son los meros meros. Ya para las doce no queda ni’uno.

Yo siempre me dejaba unos, porque mi lic, usted notará que soy de buen comer. A uno le puede faltar vestido, casa, pero no sustento. Imagínese qué chulo quedo si no me como cuando menos uno. ¿Con qué cara los ofrezco si no me gustan a mí? Claro que me comía unos cuantos. Mi santa madre, que en gloria de Dios esté, era la tamalera de Tarímbaro. Ella me enseñó todo el menester. Yo era el que mataba los pollos torciéndoles el pescuezo y a los puerquitos de una cuchillada limpia en el mero corazón. Pa’ que no chillen hay que acariciarles la cabeza tantito, así agarran confianza y se acercan. Luego me enseñó a amasar, a batir la manteca y a hacer los guisos. La olla debe llevar olotes para que hierva a gusto.

Yo vivo solo desde que mi santa madre dejó este valle de lágrimas. Fue un batallar en el hospital. No niego que la atendieron como Dios manda, pero Diosito quiso llevársela y cuando Dios dispone, el diablo no descompone.
Siempre les arrimé sus tamalitos a las enfermeras y los médicos, para que me la atendieran bien. Usted sabe, mi lic, que es mejor estar bienquistos con el médico y con el cura. Cada uno tiene la llavecita para su reino.

Con los tamales uno la va llevando, un día sí y unos no, pero comida no falta. La tarde me quedaba libre. En el solar teníamos jugada. Terminábamos temprano y a dormir. A veces había atole, con la masa que sobraba del día, a veces nomas un té de limón o de canela, pero siempre tamalitos, ya como despedida. En la madrugada a prender el molino, sacar la masa, cocer chiles y jitomates, dorar carne y para las cinco ya tenía todo el menjurje. A las seis, seis y media, rayando el sol nomás, los tamales estaban listos. A veces me salían tres ollas, a veces nomás dos. Se me acababan a eso de la una. Uno se impone al jale.

Un día llegaron las cinco y yo con las ollas a medias. Nadie me compraba. En Las Rosas le pregunté a una clienta que por qué no había comprado tamales ese día. La clienta era una de esas mariposonas, una suripanta pues, que siempre estaba esperando cliente. Me dio santo y seña de un carrito que vendía tamales a cinco. ¡A cinco pesos, licenciado! ¡Y de puerco! Yo andaba vendiendo los tamales sordos a ocho, y los de puerco a diez y apenas me salía. Me dio mucho coraje, licenciado, mucho coraje. Para las siete las ollas eran una pestilencia, todos los tamales agrios. Los tuve que tirar. Luego hice menos y de todos modos se me quedaron. Al tiempo se me acabó el dinero para surtir, de tanto tirar tamales. Y ahí estuvo la tarugada. 

Estuve días y días piense y piense. Por más que hacía cuentas no encontraba el modo de que me salieran a menos de seis. Uno le puede poner un poco de ceniza a la masa, pero con mucha se amargan. Con manteca vegetal en lugar de manteca de puerco, pero salen chirrios. De seis no bajaba los sordos. Mis amigos seguían yendo a la jugada y a la tamaliza y ni ellos los querían. Yo no sé hacer otra cosa, mi lic; no nací tamalero, pero ya estoy impuesto. Se me cerraba el mundo, mi lic "El Bóiler”, uno de mis amigos, no vaya a creer que hablo con las cosas, me dio un norte. Me dijo que los hiciera de perro, como los tacos. Pero la carne de perro es dura y no tiene manteca. Pa’ tacos puede y sí salga bueno, pero en tamales no hay modo. Quedaba todo chicloso, la carne dura de unos lados y el saborcito no salía ni con las yerbas de olor.

Un día me llegó la ispiración. Salieron buenos, licenciado, con su buena manteca, carnita, el chile picosito. De rechupete. A las nueve se me acababan. A cuatro los tamales, licenciado, afuera del Centro de Salud.  A cuatro los de carne, pus volaban. 

Nadie los iba a extrañar, licenciado.  Cuanti menos al "Bóiler”, él era solo. ¡A cuatro, licenciado!, ya estaba vendiendo, lo malo fue el dedo que encontró la señora en el tamal. Yo estaba raspando las ollas cuando llegó la patrulla.

*Trabaja en el Cicese. Escritor en sus ratos libres.
elchavez@cicese.mx

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