JOSÉ OCHURTE, EL ÚLTIMO KILIWA

domingo, 4 de marzo de 2018 · 00:00

Marta Aragón R.

Conocí a José Ochurte Espinoza en la década de los setenta cuando iba a venderme manzanas y a comprar el mandado que acostumbraban mercar los kiliwa para complementar su alimentación tradicional, café, azúcar, manteca, harina, arroz, frijol, valvitas y pastas.

Él me vendía también miel y yo a cambio le daba el equivalente en mercancía que depositaba en un saco para llevarlo, a lomo de bestia, hasta Arroyo de León en donde vivía cuidando de un rebaño de chivas que le daban sustento.

Era un hombre muy alto, en aquellos años joven, de cara noble y equilibrada; para cruzar el dintel de una puerta se inclinaba para evitar golpearse la cabeza; así de alto era, cercano o igual al 1.90 o tal vez más, también sus hermanos Trini y Cruz a quienes conocía de vista cuando iban al mandado siempre vestidos de mezclilla, yompa y pantalón de los que ahora les dicen Levi’s 501, y tejana de fieltro.

Su otro hermano se llamaba Teodoro, pero en el pueblo le decían Chimicuil y se contaban muchas anécdotas de él que dejaban en claro su carácter marrullero y tramposo, del que fui víctima por gusto propio, porque aquel kiliwa pícaro y ventajista me divertía mucho, pero éste es tema para otro texto.

José en cambio, era muy tímido y reservado, en parte porque no dominaba el español, lo que dificultaba un tanto la comunicación y se mantuvo soltero casi toda su vida. No voy a dar pormenores de su vida, pero si expresaré los sentimientos que el pueblo kolew provoca dentro de mi alma.

Suceso irreversible

Conocí poco a José Ochurte Espinoza, pero lo sentí mucho cuando supe que había muerto, para mí, el último del linaje Ochurte. Por azares del destino colaboré con Arnulfo Estrada y Leonor Farlow Espinoza en la elaboración del Diccionario Práctico de la Lengua Kiliwa; yo hice las ilustraciones y la imagen de la portada. Estuve presente en algunas ocasiones en que Arnulfo rescataba esta lengua por la hablante Leonor Farlow. Con Leonor sostuve una relación distinta; para mí era alguien cercana: la madre de Leonor, Josefa Espinoza Cañedo, había trabajado con los abuelos de mi esposo, Salve y Bertie Meling, y existía un lazo de familiar cariño entre Leonor y yo; lo que me acercó bastante a su pueblo, a su sentir, al orgullo de ser kiliwa.

En aquellos años se decía que quedaban cinco hablantes de la lengua kolew y José y Leonor, parientes además, eran dos de ellos.

Hace algunas semanas supe que se había reducido el número, me enteré que José Ochurte Espinoza había fallecido. Que un día amaneció muerto y es todo lo que sé. Pero el hecho de enterarme desató en mi interior una tormenta de desánimo y de sentimientos encontrados: rabia por la indiferencia ante la extinción de un pueblo y tristeza por este suceso irreversible.

Ya en aquellos años, el hecho de que los kiliwa estuvieran a punto de desaparecer de la faz de la tierra y que su lengua estuviera en peligro de ser devorada por el olvido —si no hubiera sido rescatada por un hombre consciente que dedicó paciencia, esfuerzo y cariño en lograr este sueño: que la lengua de este pueblo que habitó en estas tierras durante miles de años, que fueron libres, orgullosos y fuertes, quedara registrada en un libro como memoria de su existencia y de su paso por esta tierra—, me causaba un sentimiento de frustración por la indiferencia evidente, ya que se hacía un esfuerzo notable y mayúsculo por evitar la extinción de una especie animal, digamos el berrendo, la vaquita marina, pero no por el manifiesto declive del pueblo kiliwa, por los pueblos originario como éste gran pueblo no se hacía ni se hace esfuerzo alguno. Se hacía muy poco ante la lenta agonía de una cultura nativa.

Solitario viaje

Volví a ver a José Ochurtre ya en el siglo XXI, en una de las fiestas de Arroyo de León, y lo visitamos amigos y yo en Las Parras donde vivía y cuidaba a sus chivas. Su casa era muy rústica y de lámina, sin agua corriente ni electricidad. El lugar era muy pobre, pero muy limpio; era un hombre ordenado, parecía no tener vicios, ya que no había ni colillas de cigarro ni rastros de licor. Seguía siendo muy alto, pero muy delgado, Había perdido los dientes, y me recordaba mucho la cara triangular de barbilla puntiaguda de Chimicuil. Estuvo muy contento porque le llevamos provisiones. Comimos con él. Nos contó cómo había muerto Chimicuil en años pasados. Creo que lo vi una vez más en un evento que involucraba a su pueblo.

Algunos años después, supe que se había casado y vendido su posesión, ya que Kolew Ñimaat se había convertido en el Ejido Kiliwa, luego que la Reforma Agraria redujo su ancestral territorio a menos de veintemil hectáreas. Dejaron de tener un Capitán del linaje de los Ochurte o de los Espinoza para tener después de este cambio el Comisariado Ejidal, y se fue a vivir con su mujer al Valle de la Trinidad. El matrimonio no fue para toda la vida, José Ochurte murió solo en el Valle, y allí las casas no se queman ni se realizan ceremonias de duelo.

Ignoro cómo fue su funeral, pero casi estoy segura que no fue de acuerdo con las tradiciones kiliwas; quisiera pensar que sí; que su espíritu viaja entre las estrellas del cielo kiliwa, que lo recuerdan los borregos cimarrones, los venados, los coyotes, las aguilillas, los piñoneros, los encinos y los mezquites.

Quiero pensar que el canto de los cuervos parten en dos al cielo cuando pronuncian su nombre: José Ochurte Espinoza, el último de los kiliwa.

*Escritora y grabadora.

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