ANDANZAS ANTROPOLÓGICAS

Donde fuego hubo, cenizas quedan

Por Arqlga. Enah Fonseca Ibarra
jueves, 19 de octubre de 2017 · 00:00
Érase una vez, en un lugar de la costa llamado Jatay, un grupo de niños que jugaba en el mar. Aunque la tarea asignada era recolectar las conchas más grandes de abulón o mejillón, se daban tiempo para echarse un chapuzón. Los más grandes eran diestros en el arte de encontrar y despegar las conchas fuertemente adheridas a las rocas mediante una paleta de hueso, que ellos mismos habían fabricado. Los más pequeños se encargaban de ir metiendo las conchas en una especie de bolsa de fibras vegetales. Cuando terminaron de llenarla y mientras esperaban a los mayores, se pusieron a jugar con un cangrejito que huía de ellos.

A lo lejos se alcanzaban a distinguir dos siluetas que se zambullían después de una fuerte bocanada de aire. Tras el intento uno localizaron la presa, en el intento dos casi la capturaban pero fue en el tercer intento que lograron atrapar una regordeta langosta roja. Hacia la orilla, con gran paciencia aguardaba un pescador que había preparado su caña con un sedal de fibra de agave, anzuelo de concha y como señuelo, una almejita.

El sol comenzó a meterse y la temperatura a bajar. Era hora de volver al calor de la hoguera. La enramada esta vez se hallaba muy cerca de la costa pero también del arroyo así que pasaron por un poco de agua en un par de ollas que llevaban. Una vez en el campamento, nuevamente se dividieron, mientras unos buscaban yesca otros abrían los mejillones y preparaban la langosta; así como un pez vieja que colocarían en las brasas para su cocción. Hacía unos días ya que la fiesta del piñón se había llevado a cabo, allá lejos, por donde el sale el sol, en la sierra, pero todavía conservaban algunas semillas que tatemaron y machacaron para acompañar la pesca del día.

Uno a uno se fue sentando alrededor del fogón. Algunos seguían comiendo, otros ya habían sacado las rocas para afilar los cuchillos o las fibras de hilo que serían entrelazadas al ritmo de las historias que se narrarían.

En torno al fogón se sentaron a cocinar los alimentos conseguidos, en torno al fogón se congregaron para calentarse en esa noche de invierno, en torno al fogón se contaron y cantaron leyendas…

¿Acaso esa noche se relataría el cuento de los dos hermanos que salieron del mar? ¿O habrán sido las estrellas el tema de conversación? ¿O acaso un mito de valientes cazadores? Quizá nunca lo sabremos pues, hay sin duda historias que jamás recuperaremos, historias que quedaron grabadas en esos fieles testigos del paso del tiempo. Sin embargo, nos quedan los restos de esos fogones que brindaron luz y calor por miles de años. Restos de cenizas que son fieles testigos de las andanzas de cientos de grupos que dejaron su huella en los recónditos parajes de la desértica Península de Baja California.



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