LA TURICATA

El Díaz de León

Por José Carrillo Cedillo
jueves, 1 de noviembre de 2018 · 00:00

Cuando niño, en mi barrio de la Ciudad de México había muchos cines, al menos para mi visión infantil, así me parecía. Uno de ellos llevaba el nombre de Díaz de León, donde exhibían tres películas por un peso; su cartelera era de temas muy variados: tres de guerra, tres de vaqueros, tres musicales y tres mexicanas, por ejemplo. Era un cine grande con luneta y galería, sobre todo los domingos estaba a reventar, y si uno llegaba tarde no encontraba lugar en luneta y tenía que subir a galería. En la primera fila había una bardita a media altura para no tapar la visión, pero tenía un pasamanos de tubo y alcanzaba uno a recargarse con los brazos cruzados sobre él. Según la cartelera, íbamos a las diferentes salas cerca de mi casa, desde siempre, desde que tengo uso de razón, me gustó el cine y mi mente infantil asimiló churros al por mayor. Las salas eran iguales y se diferenciaban en el número de butacas. El Díaz de León, tenía la particularidad de tener la galería en forma de herradura y cuando nos tocaba sentarnos en la primera fila tenía que agacharme pues el tubo, por mi corta edad, me quedaba a la altura de los ojos. Abajo, a media película se desprendía un calor que se veía como subía el vapor de tantas gentes sudando y de vez en cuando subía humo de cigarro, a pesar de que estaba prohibido fumar. Se podía ver claramente el cono de luz de la proyección de la película y el llanto de bebés en brazos de sus madres formaban un coro atrás del sonido. Quizá pareciera una imagen del desierto del Sahara, pero justo cuando el calor era insoportable, no era un espejismo, aparecía con su filipina blanca: el paletero.

¡Paletas…! ¡De limón las paletas...! ¡Paletas…!

Como en la galería no cabía un alfiler, él se veía obligado a caminar por el borde de la bardita haciendo increíbles equilibrios, caminando apoyando sus espinillas en el delgado pasamanos, lo que por lo menos a mí , me sacaba de la película para dirigir toda mi atención a él, pues me parecía increíble que en la casi oscuridad daba cambio de billetes invisibles para mí, pero lo peor era cuando yo imaginaba, cuál niño que era, que como resultado de un traspiés, el individuo con su obesa figura cayera al negro abismo dejando tras de sí una estela de monedas que en el aire, brillarían como pequeñas estrellas a su paso por el cono de luz, más el cajón con el resto de paletas, pero lo peor era que iba a aplastar a algunos desprevenidos de luneta e imaginaba yo, los grandes titulares al día siguiente en todos los periódicos:

18 MUERTOS APLASTADOS EN UN CINE DE BARRIO, LLENO DE PROLETARIOS…
Cuando regresábamos a nuestra casa, después de cenar, comentábamos las películas, lo que nos había gustado y las novedades en ellas descubiertas.

Nunca lo comenté con mis padres y todavía ignoro por qué, pues era mi pesadilla “preferida”.

Ahora que lo cuento siento cosquillas en el estómago, como cuando aquellos lejanos días en el Díaz de León.

Quizá este pequeño suceso sea las delicias de algún amigo psicólogo.

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