CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

De la naturaleza de las cosas

Por Rael Salvador
viernes, 23 de noviembre de 2018 · 00:00

Lo viejo que no se conoce será siempre nuevo


En el amplio botiquín de las sorpresas, la más de las veces dar a conocer algo es “combinar lo útil con lo dulce, de la misma manera que un médico mezcla su miel en las agrias medicinas que administra”.

Releyendo apuntes en mis cuadernos de notas, me llama de sobremanera la atención esta magnífica transcripción que hace tiempo realicé de la edición latina “De rerum natura” (De la naturaleza de las cosas, poema filosófico), la obra fundamental de Tito Lucrecio Caro (99 a.C.-55 d.C), pensador y poeta romano que, gracias a su natural lucidez filosófica, hace de las cosas ordinarias una veta de reflexiones que bien deberían apuntarse como prioridades en el ciego desorden moral de nuestras tareas diarias.

Lucrecio estima la existencia de la manera siguiente: “Cuando supieron servirse de las chozas, de las pieles de los animales y del fuego, cuando las mujeres, a través del vínculo del matrimonio, llegó a ser propiedad de un sólo esposo y vieron aumentar la descendencia nacida de su sangre, entonces el género humano comenzó a perder poco a poco su rudeza (…). Venus los privó de su vigor y los niños, por medio de sus caricias, no tuvieron dificultad en ablandar la natural ferocidad de sus padres. Entonces también la amistad comenzó a anudar sus vínculos entre vecinos, deseosos de evitarse toda violencia mutua: se apoyaron los unos a los otros, y los niños y las mujeres dieron a entender confusamente a través de la voz y del gesto que era justo que todos tuvieran piedad de los débiles”.

Me pregunto, ¿qué tanto llevamos de nuestro pasado en la cada vez más reciclada “novedad” de nuestros actos? ¿Poseemos cualidades de reflexión innata para que la filosofía se manifieste propositivamente ante el orden natural de las cosas?

¿El mundo que nos cerca con su irregular manifestación de seres y enseres es una franca invitación a desentrañarlo?

Ante la historia de las ideas, la tecnología presente ha revolucionado la visión que, a lo largo de los siglos, teníamos de la realidad, lo que no quiere decir que hemos avanzado en los dominios personales del conocimiento y la sabiduría.

Shelley, Keat y Walt Whitman, dignos representantes de un ateísmo sano y natural, fresco como un vaso de sábila, sexo y piña, que es la más clara herencia ancestral que posemos del epicuerismo lucreciano en tiempos en que la poesía y la filosofía participan encarecidamente en el debate de la posmodernidad.

Dirá al respecto Pascal Quignard: «Gorgias, Kong-suen, Long, Lucretius, Damaskious son los grandes textos del pensamiento “acabado”. Cuando Lucrecio desarrolla “La naturaleza de las cosas” de Epicuro, poco a poco llega a la ausencia de la naturaleza, a la ausencia de las cosas y a la peste de Atenas.

Destrucción y abstracción son al respecto sinónimos». (Pequeños Tratados I, pág. 183).

Quizá sólo nos hemos servido de ello, la más de las veces irresponsable y cínicamente.

Observando siempre la vasta revelación de su innegable utilidad, los escritos de la antigüedad -como este indistinto y caro fragmento de Lucrecio-, nos ayudan a comprender en plenitud que los seres humanos somos generadores de circunstancias y no sólo víctimas que se dejan atrapar por ellas.

Si lo sabe, muy bien.
Sobre todo, porque ir a conocer lo conocido es como la equivocación de conquistar lo conquistado.

raelart@hotmail.com

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