DESDE HOLANDA
Estrés aéreo
Por Dianeth Pérez ArreolaCuando una vuela sola con dos niñas espera que todo vaya bien, sobre todo porque es un recorrido que dura 24 horas de principio a fin.
Mi esposo nos dejó en el aeropuerto de Amsterdam con dos horas de anticipación, documentamos, pasamos aduana y fuimos a que desayunaran a su lugar de comida rápida favorito. Mi tarjeta de débito no pasó por la máquina, algo que ya me había pasado un par de veces, porque el chip se desgasta y no se registra. En fin, me salvó el único billete que traía encima.
Abordamos el primer vuelo y un técnico pasó mucho tiempo checando algo en las salidas de emergencia. A la media hora el piloto anunció que había problemas técnicos y que estaban tratando de solucionarlos. Un mensaje nada tranquilizador en un vuelo trasatlántico.
Total, que salimos más de una hora tarde de Amsterdam. Llegamos a Chicago y todo estaba nevado, para cuando nos bajamos del avión, faltaban veinte minutos para la hora de empezar a abordar el segundo vuelo.
Corrimos como locas adelantando gente en camino a la aduana. Ya que llegamos a la fila, había que pasar a unas máquinas a escanear los pasaportes y tomar una foto. Después a otra fila más larga para ser atendidos por un agente. Le dije a la encargada que teníamos que tomar un vuelo inmediatamente y accedió a movernos a una fila más rápida.
Pasamos rápido el trámite, luego a correr por las maletas para ponerlas en la otra banda. Para entonces faltaban unos quince minutos para que saliera nuestro vuelo y la encargada de las maletas nos dijo pronto para dónde correr, y noté que ponían nuestras maletas aparte, pensando que dado lo corto del tiempo para despegar, las llevarían al avión de una manera más rápida.
El aeropuerto es enorme y había que tomar un tren para moverse dentro de las cinco terminales con que cuenta Chicago. Entre esperar el tren y bajar en la estación que buscábamos, ya era la hora programada para despegar. Les dije a mis hijas que perderíamos el avión. La pequeña comenzó a llorar.
Al llegar a la terminal, oh sorpresa, otro filtro de seguridad. Mi computadora requirió ser sometida a un control extra de seguridad y me dí cuenta que estábamos frente a la sala donde nos correspondía abordar, así que envíe a mi hija mayor a ver las pantallas mientras me ponía los zapatos y me devolvían la computadora. Regresó con lágrimas en los ojos: “dice cerrado”.
Por fin me dieron mis cosas, vi que las puertas estaban cerradas pero que el avión seguía ahí y un grupo de empleadas de la aerolínea estaba en una esquina platicando. Me acerqué y pregunté: ¿hay alguna posibilidad que nos podamos subir a este avión? Cuando una dijo que sí, casi la abrazo y le di las gracias como veinte veces. Subimos. Al llegar a San Diego, la última sorpresa del día: las maletas no llegaron. Era lo de menos esperar cuatro horas por ellas. Ya nos sentíamos en casa.
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