BAJO PALABRA

Las amigas

Por Hadassa Ceniceros
viernes, 2 de marzo de 2018 · 00:00

Fue mi amiga durante la preparatoria, allá en Guadalajara durante la primera mitad de los años sesentas.

Llegó tarde a clase de física con un maestro minusválido que requería de ayuda para subir la escalinata hacia su salón de clases. El profesor V.S. gustaba de hacer comentarios pretendidamente graciosos a partir de cualquier ocurrencia o incidente que se presentara en clase. Cuando leyó en la lista el nombre de mi amiga dijo inmediatamente: eres judía ¿verdad? Hedda dijo sí.

Mi nombre que significa mirto o arrayán, significado que aprendí desde muy chica, fue motivo de constantes referencias al agua fresca de arrayán, debo decir que no conozco la fruta. Para dirigirse a mí decía, ahora quiero un agua de hadassa (ja ja) a los diecisiete años esto estaba lejos de ser cómico.

Hedda era diferente a las chicas de mi edad, había vivido en Estados Unidos y eso la hacía más afín a mi formación norteña bajacaliforniana. Tenía auto y era el apoyo de su madre prácticamente para todo. Su madre, Gerta, era viuda, hablaba español con mucho acento, era polaca, entre ellas se hablaban en yiddish, la señora tenía un número tatuado en su brazo.

Hedda era altiva y hasta arrogante con todo mundo, sin embargo, nos entendíamos como amigas adolescentes.

Un día me dijo que llegaría de visita Aviv, un joven capitalino con quien su madre deseaba que se casara. Me invitó a ir a un poblado cercano (no recuerdo el nombre) el día siguiente que era sábado. Me pidió que llevara pantalones. Al día siguiente nos encontramos, me presentó al joven y nos dirigimos los tres a las afueras de Guadalajara. En un lugar campirano nos dieron tres caballos para pasear. Yo no me había subido a un caballo en mi vida. Me ayudaron a subir, montaron ellos sus animales y partieron por el monte a toda velocidad. Yo me quedé azorada, sin saber qué hacer. El caballo comenzó a trotar y asustada me sujeté de la cabeza de la silla. El animal avanzó por donde quiso pues llevaba la rienda suelta, pequeños montículos, pasos de arroyos -sin agua afortunadamente- matorrales. Yo rebotaba sin idea de cómo pararía eso. Después de media hora quizá dando vueltas por aquí y por allá divisé algo como plataforma de concreto, tomé las riendas que descansaban sobre la silla y traté de dirigir al caballo hacia ella. Finalmente, estando cerca de la plataforma, pegué un brinco y dejé el animal suelto. Ahí me quedé a esperar a mi amiga y su novio un buen rato, el caballo se fue de nuevo por donde quiso.

Al día siguiente en la iglesia no me podía sentar, tenía mi trasero con dos bordes inflamados y enormemente adoloridos. Eso fue lo que me dejó aquel paseo.

Terminé adolorida y creo que el caballo quedó aburrido.

Años después de terminado el bachillerato reencontré a Hedda, se casó con Aviv y tenían tiendas de ropa en un centro comercial nuevo y moderno.

Mi destino como amazona tuvo una vida efímera. No me he vuelto a subir a un caballo, ni he tenido una amiga como ella.

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