DESDE HOLANDA

El autobús turístico

Por Dianeth Pérez Arreola
miércoles, 1 de agosto de 2018 · 00:00

Estoy en Berlín con mi familia y mis padres. Es la primera vez para mi papá, así que dedicamos un día para ir a conocer los principales atractivos de la ciudad desde el autobús turístico, que nos encanta por las explicaciones durante el camino y por la comodidad de poder subir y bajar cuando queramos.

La primera vez que vine, lo tomamos mi esposo, mis hijas y yo, y me la pasé más dormida que despierta porque acababa de llegar de Cancún de tramitar mi firma electrónica en el SAT y junto al jet lag tenía también neumonía.

Luego en diciembre, cuando vinieron mi mamá y mi tía, ya pude apreciarlo y estuvimos todo el día viendo las maravillas de la ciudad cómodamente sentadas y sin sufrir los cinco grados de temperatura.

Pues ahora íbamos muy a gusto, solos en la parte de abajo, porque todo mundo quería ir arriba tostándose al sol con treinta grados. Disfrutamos los primeros diez minutos en paz, pero después hicieron su aparición tres paisanos de la capital del país que bajaron quejándose del calor y se sentaron muy cerca de nosotros. Se pusieron los audífonos, pero nunca dejaron de hablar.

Eran una niña de unos 12 años, su padre y la abuela. El hombre se llamaba Adolfo, y la travesía fue más o menos así: (Abuela) Ay, arriba es un horno. No, no se puede estar así. Aquí estamos mejor, ¿no Adolfo? (Audio del autobús)… La Universidad de Humboldt es la más… (Adolfo) Mira, esta es la Universidad de Humboldt, este edificio es también de la universidad, es que son dos complejos, ¿a que es muy bonita?, le pregunta a su hija.

(Audio del autobús) Por esta universidad han pasado grandes intelectuales y científicos, entre los que destacan… (Abuela) ¿Ya viste la estatua ecuestre Adolfo?, qué bonita es esta zona, mira, para donde voltees, y es que por aquí no habíamos andado ¿no Adolfo?, es que caminamos mucho pero por aquí no pasamos, dice la mujer en bastantes decibeles, pues al llevar puestos los audífonos, gritaba para oírse ella misma.

La niña se aburre y se levanta del asiento para columpiarse en los tubos de metal que van del piso al techo del autobús. Ni la abuela ni Adolfo dicen nada, hasta que el chofer, que la ve por el retrovisor, da dos contundentes golpes a su puerta para llamar la atención de la niña y decirle a señas que se siente.

La verdad, ya mejor poníamos atención a su plática, pues seguir subiendo el volumen para tratar de escuchar algo era inútil. Claro que no todos los chilangos con así de imprudentes, pero dimos con el estereotipo: El que va reseñando todo lo que ve, recordando todo lo que ha visto, lo que ha comido, lo que ha comprado y que todos se enteren.

Se bajaron en la parada quince, y como buenos norteños respetuosos pero burlescos, no les dijimos ni una palabra. Pero a partir de ahí, mi mamá y yo empezamos a llamar Adolfo a mi papá, y a recrear el diálogo usando los nuevos escenarios del recorrido. Eso sí, con menos decibeles.

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