BAJO PALABRA

¿A dónde van?

Por Hadassa Ceniceros
viernes, 3 de agosto de 2018 · 00:00

Después de 36 años regreso a Madrid. La ansiedad que me causa un vuelo trasatlántico no termina aun llegando a tierra. Los pasajeros nos movemos presurosos a los filtros de Migración y Seguridad regulares en estos arribos. Estamos entrando a otro país y a una comunidad que ejerce vigilancia sobre quienes llegan a sus puertas de entrada. Un hombre acompañado de un joven busca un rincón en las salas para hincarse ¡y besar el suelo! Yo sigo sintiendo el bamboleo del avión.

Mientras espero en fila para pasar a revisión, me invade una sensación de deja vu, ya he estado en un lugar igual, el hombre con su bolsa al hombro vestido de corbata y saco es o puede ser alguno de mis amigos sudamericanos o españoles que emigraron con diferente prisa. Viven de prisa, trabajan, hacen y esperan impacientes a que las cosas cambien en sus países para volver. Ante este cuadro se me olvida de pronto que ni ellos ni yo somos ya los mismos, que lo que miro ahora es la idea que quedó de un tiempo pasado y luego reparo también en lo que siento y es (me admiro) una emoción nueva frente a una experiencia vieja. Caigo en cuenta, lo que muchos viejos viven son emociones que provienen del proceso de vida de cada uno en la revisión -a veces sin intención- de eventos significativos en su historia. Así, estoy haciendo historias o cuentos a partir de una maleta abollada recogida por un hombre apuesto de sesenta y tantos años con un traje arrugado por el viaje y zapatos raídos por el tiempo. De la misma manera llegan dos mujeres de un pueblo de Perú con sus túnicas, pequeñas, jóvenes ellas, de hablar bajito con bolsos tejidos. Te va a gustar la señora, vas a ir a la escuela en la noche, me lo prometió y yo voy a estar cerca, nos hablamos por teléfono.

Así entre personas de diferentes orígenes, con diferentes lenguas, con diferentes intenciones y sueños, me encuentro contenta como todos de haber llegado al fin.

Me gusta la gente, me gusta verla. Desde mi mesa en la Plaza Tirso de Molina en el barrio de Lavapiés, admiro el paso de muchas personas, principalmente mujeres. Parece que la amistad florece en estos espacios de convivencia. Veo grupos de mujeres conversando animadamente y con la vehemencia -a veces- de sus tonos y de su acento que parecieran estar discutiendo.

El calor es intenso se apetece beber algo fresco. Pedimos una cerveza y nos dan un vaso pequeño y frío, para nosotros bajacalifornianos esa “cañita” dura un suspiro. Los bares o cafés parecen siempre concurridos, a lo largo de prolongadas caminatas se hace incontable el número de sitios bajo sombras con mesas al aire libre en donde descansan, conviven o esperan los madrileños.

Las calles aledañas a la Plaza huelen a una mezcla peculiar de incienso, pachuli y un aroma dulzón como de flores; junto a esto se encuentran los aromas a cocinas, senegalesas, marroquíes, y algo más que no alcanzamos a distinguir. Las entradas de edificios viejos de departamentos se ven pobladas de jóvenes afrodescendientes, algunos vestidos con sus atuendos coloridos. Los diferentes lenguajes se mezclan en estas calles multiétnicas en donde somos un conjunto más de visitantes apresurados por conocer en pocos días parte de un mundo que, aunque antiguo nunca se hace viejo.

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