CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

La gravedad de Roma

Por Rael Salvador
viernes, 18 de enero de 2019 · 00:00

Sólo la musa que fermentó en el pasado es la que viene, todo lo demás, después de la inmersión, es experiencia creadora. Si, en términos clásicos, la habilidad y la destreza son primas de la belleza y la eficiencia, el cine de autor no es una gala para turistas -esas almas romas que en todo ven aburrimiento, incomodidad y apatía- sino un templo donde la luz se vuelve redentora, sobre todo ante sus acólitos, esos lúcidos acompañantes de las sombras llamados cinéfilos.

Una declaración de principios siempre resulta apropiada cuando el clamor del extravío es lo latente ante los homenajes funerarios de querer saber más que el realizador, en este caso Alfonso Cuarón (Ciudad de México, 1961). Si la subjetividad exige su correlato para ser explícita -la visión de la tentativa autobiográfica, enlazada a la narración-, la objetividad, en su abundante costura de citas plásticas -centelleo, en este caso consciente, del aprendizaje cinematográfico-, requiere de la sustancialidad.

Con una sintaxis iconográfica de sensaciones visuales en blanco y negro extraída de los años 60 (que decora, al estilo de cine de autor -Bergman, Godard y otros-, el México que se desea representar: el de la campaña presidencial de Echeverría, el fascismo del “Halconazo” y las enciclopedias masivas de finales del 71 en todo el país), el film de Cuarón, “ROMA” (EU-México, es el depósito de un recorrido de situaciones costumbristas -referenciales de la marcada división de clases, la infidelidad o el infanticidio como metáfora bélica- que difícilmente sostiene viva la llama de la narración, atropellándose con tramas secundarias detalladas a lentitud, pero que guardan un rescate personal -“El principito”, un guiño de Tarkovski y mucho Buñuel poco surrealista- difícilmente soportables para quienes desconocen las estampas y los homenajes -Leo Dan, José José, Rocío Durcal en la radio, etc.- que realiza como guionista de época: el infante dicta, aquello que el adulto escribe.

“Nos han dado la tierra”, dirá Juan Rulfo en los 50, para pasadas las décadas lo refrende Cuarón con este comentario: “Les quitaron las tierras a mis papás y no tienen cómo defenderse” -por no hablar de las olas, en la “Perla”, del Indio Fernández, o el final de “Redes” de Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel-. El personaje de Cleo, que rescata cada toma con el crescendo de su actuación, no es sujeto de análisis sociológico -que se acuna en un ROMAnce feliz-, sino el histórico motivo de discusión entre la división de clases: ¿Es la muerte del vástago un imperativo para que sean tus hijos los de tus patrones? La respuesta queda en evidencia en la película.

Montada en una ola de reacción populista, y estatuillas que refrendan, la cinta “ROMA” (EU-México, 2018) se sobredimensiona fuera de pantalla -único lugar donde la emoción debería reservarse al gusto del espectador-, que pareciera que la constelación de mierdas en la cochera, contrapunto neurótico que hace su vals en claroscuro, mantendrán de nuevo al director de “Gravity” apoltronado en el cielo.

¿Qué demonios es Roma? ¿Un principesco anagrama de infancia? Amor, Omar, mora, ramo, armo, orma, oram, arom, amro, maor, moar, aorm, roam, raom, maro, maor, omra, rmoa, rmao, aorm, oarm, aomr, oamr, mroa, mrao…

Al finalizar la luz, se me antojó decir: No hay salvación, no hay dios, no hay nada, ante mí sólo el inmenso racimo de moscas que es el vulgo y su contraparte, esa especie de vértigo y zumbido esperando por nuestro cadáver. La gravedad de “ROMA”.

raelart@hotmail.com

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