BAÚL DE MANÍAS

Una grande en sol menor, sin trompetas ni timbales

Por Ma. Cristina Álvarez-Astorga
martes, 17 de diciembre de 2019 · 00:21

Según cuenta una leyenda, los suertudos que fueron al estreno de la sinfonía 39 de Mozart se quedaron patidifusos, perplejos, boquiabiertos. Hubo quien manifestó que no le podía creer a sus oídos por tanta maravilla musical. Pues si eso les aconteció con la 39, me imagino lo que les habrá ocurrido cuando escucharon la 40: la 39 es fenomenal, pero la 40 es perfecta (del latín perfectus), que significa que está completamente terminada. Ni le sobra ni le falta. La 39 (como vimos el martes pasado) termina de sopetón, como que “le hace falta” una coda.

Mozart escribió su sinfonía No. 40, en sol menor, KV. 550, en 1788. Se le acostumbra llamar “gran sinfonía en sol menor”, para distinguirla de la “pequeña sinfonía en sol menor”, que es la No. 25. Curiosamente, esas son las únicas sinfonías en clave menor que Mozart compuso. La 40 la completó el 25 de julio de 1788, durante un período excepcionalmente productivo de sólo unas semanas, durante el cual también acabó las sinfonías 39 y 41 (26 de junio y 10 de agosto, respectivamente).

Tiene cuatro movimientos (rápido, lento, minueto, rápido), que es más o menos lo típico para una sinfonía de estilo clásico. Fuera de eso, nada es típico en esta obra de arte. Robert Schumann (1810-1856) consideraba que tenía “la ligereza y la gracia griega”; el compositor y crítico inglés Donald Francis Tovey (1875-1940), vio en ella el carácter de una ópera bufa; por el contrario, en su obra “The Classical Style”, el pianista y teórico musical estadounidense Charles Rosen (1927 – 2012), dice que es “una obra de pasión, violencia y dolor”. La dotación orquestal es la siguiente: flauta, 2 oboes, 2 clarinetes, 2 fagotes, 2 cornos y cuerdas. Esto significa que los trompetistas y el señor que toca los timbales se pueden sentar a escucharla muy a gusto porque esta maravilla no lleva ni trompetas ni timbales.

Dicen que curó a Mozart de un fuerte ataque de tristeza. Podríamos decir que fue su “autoterapia”. Al parecer, la compuso después de la muerte de su pequeña hija (por eso no lleva trompetas ni timbales, que están asociados con la alegría y el despiporre). Y, fíjese usted que, a pesar de que el primer movimiento está lleno de energía y gracia, podemos decir que nada tiene de alegre. Tiene fuerza, pasión, incluso gracia, pero no tiene alegría.

El segundo movimiento (andant) y el tercero (minueto) tampoco brillan por su regocijo. Brillan por otras cualidades, que no me propongo enumerar aquí. Bueno, una sí: hay una especie de rabia que se deja entreoír aquí y allá y finalmente es domeñada por el demiurgo de Salzburgo.

El cuarto movimiento (allegro assai) es 100% tensión. Esa es la palabra clave para designar esta magnífica obra de arte.

Chéquela en el tubo, con Ton Koopman y la Orquesta barroca de Amsterdam.

Beethoven la conocía bien. Copió 29 compases de la partitura en uno de sus cuadernos de bocetos. Hay quien cree que el tema que abre el último movimiento puede haberle inspirado la composición del tercer movimiento de su Quinta Sinfonía... ¿Será?

No, pues hay qué ver y oír.

Y abur.

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