CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

Lo infinito en la palma de la mano

Por Rael Salvador
viernes, 26 de abril de 2019 · 00:00

La aridez es un hábitat inhóspito, encarnado siempre por la extravagante sobrevivencia de su flora y de su fauna. El desierto bajacaliforniano, extendido enjambre de oro crepitante, acuña en su vientre el milenario detritus volcánico y la plenitud cambiante de sus santuarios de arena.

Para que te des una idea: si quiebro el Sol en un diamante, quedará siempre en el aire, lentamente levitante, polvo de ángel... Ahí, a contraluz, el místico ha visto el oasis del cosmos en un minúsculo grano de arena... Responso de exagerada luz, donde el Evangelio de la Existencia continúa siendo feliz, pues ahí, en esa ceniza y en esa arena, reunidos eternamente se encuentran el castigo y la penitencia.

Una ola de astritos es la arena, procesión de minúsculas porciones espaciales, que la geografía del viento cambia en algo que arde hasta muy tarde... De cierto es que el desierto es un lugar donde el bálsamo de la sombra es tan importante como el consuelo iridiscente de la gota de agua.

A la distancia, el desierto es un mar de arena, humo que avanza como humedad, donde lo que asciende y desciende se enciende. Menta que aumenta en la mirada, cuando la sed del ojo hurga en el paisaje y, entre la fugacidad de las “cachoras” relampagueantes, sólo encuentra el polen de la eternidad en fragantes cristales de sal.

Una armoniosa marejada de luz, que se desparrama en cuerpos de dunas y sinuosos paisajes; “Fata Morgana”, espejismo de verdes verdades cubiertas de espinas, penachos de plata defensiva, donde el horno de la sabia, como un largo beso que germina, nos guarda la saliva de la vida.

De la armonía emana todo, lo infinitesimal y misterioso de lo que leemos en las diamantinas cascadas de la mano, el manso amor de unos pasos que se alejan hacia la suerte o la muerte, la rabia de la piedra en su dureza provisional, la tentación del oro oculto que cae como fuego de música. Todo eso es el desierto, la necesidad de encontrarnos, cuarenta días sin brújula, Jesús y la poesía.

Decantamos la arena con los pasos, sin saber que en la madrugada los senderos son movidos por el viento. En su flora glacial, el cielo está dulcemente desnudo, y mi último fuego concluye en otro cuerpo, recuerdo que vengo mudando de luz, evaporando la crisálida de muchos sueños.

La constelación me habita, mis lágrimas son de arena. En el jardín de la noche, en medio del aroma de mieles vírgenes, bebo a sorbos tu silente crepitar bajo la sombra de la Luna. Muerdo la pulpa frutal del cardón y el oasis del cielo se me derrama como una lluvia de espinas líquidas. Constante y lenta, temblorosa y húmeda, la luz invernal del desierto me unifica...

Alcanzo la roca y canto; dejo mi huella de ceniza, avanzo. Voy a tientas con la mirada y, ante los deslumbramientos y los hallazgos, mi cámara necesita gafas. El oro sublunar hecho magia en el polvo, bajo el amor del astro mayor, ha quedado desparramado... Una llama del salmo el viento, la duna un cuaderno de ópalo pulverizado. Mundo intenso, el desierto donde levanto tu Misión con los ladrillos de mis años.

La línea es ámbar; el movimiento, aliento... El alma brilla, limpia la mirada, la arena de mis venas erosiona la llaga, y en una comunión silenciosa, como un lagarto de estar harto, me desprendo, en un verso, del beso de la mujer amada.

Soy polvo, sólo Sol; he quedado escaldado por las múltiples bendiciones de la muerte, soy dulce llama que se apaga.

raelart@hotmail.com
 

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