CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

Nietzsche para filósofos adolescentes mayores de 60 años

Por: Rael Salvador
viernes, 8 de octubre de 2021 · 00:19

Mientras hago sonar la “Obertura 1812” de Tchaikovski, esa que se pasa silbando Robin Williams en algunas escenas de “La sociedad de los poetas muertos”, llega a mí el peculiar librito “La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche” (Errata naturae, 2009), apuntes decimonónicos de su amigo y compañero de ruta, el profesor de teología protestante Franz Overbeck, del cual teníamos ya noticias en diversos registros y en variados formatos.

Lo primero que debería hacer, considero, es cambiarme a Wagner, pero no lo hago: si Nietzsche era dinamita, deseo escuchar esos cañonazos partiendo el cielo en refinadas espirales de resplandor, escombros y alzada victoria de campanazos…

¡Demonios, oigo esos estruendos –tal como el autor de “Tannhäuser”, acomodado en el reservado teatro de su mente, se conmovió ante el fuego incontrolable de la “Sinfonía n.º 9” de Beethoven–, y, a decir verdad, con qué gusto me deslizaría en la cadencia del genio para hablarles un poco sobre la belleza del músico ruso!

Pero no, aquí mi eterno retorno a Nietzsche.
La obertura por parte de los editores de esta obrita también es fantástica, pues nos narra con un regusto de bachilleres las tribulaciones del joven Overbeck, rescribiendo tendencias, continencias e incontinencias de una periodo de edificación filosófica que va emanando del salto de animal a hombre, con el alto fin de construirse como humano –humano, demasiado humano–, jamás en hombre superior: “Ni siquiera la fuerza de voluntad alcanzó en su caso las dimensiones excesivas que son condición necesaria de la grandeza natural del ser humano”, testifica, desde esa amistad, el autor de la clásica y fragmentada semblanza.

Se nos dice que Nietzsche no fue ni por asomo un gran hombre, “ninguno de sus talentos, por abundantes que fueran, le garantizaba en sí mismo la grandeza”, suelta como punto de partida quien se inclinó ante el hombrezuelo reflexivo que, al parecer de muchos académicos, estudiosos y aventureros de su obra –como es mi caso–, fue y continúa siendo el más francés de los filósofos alemanes.

En la introducción leemos esta concisa referencia sobre el historiador religioso: «En la pluma de Franz Overbeck, es el hombre quien pasea, el amigo turbulento y autodestructivo, el “portento ante el que me he inclinado una y otra vez”» Ante lo anterior, ¿quién puede negar que este mundo de charlatanes y diletantes en el que estamos sumergidos nos es contradictorio?

Cuando era un fustigado adolescente vestido de cuero negro –ávido, guapo, loco y auténtico– y leía absorto las baratas ediciones de Friedrich Nietzsche, escribía entonces a la luz de una vela montada encima de una calavera humana... y no ante un archivo musical que da cañonazos luminosos, los cuales me recuerdan la pólvora de la que está hecho el autor de “Más allá del bien y el mal”.

Eran largas noches de sacerdocio y entusiasmo, humo psicótico y exceso de licores exquisitos. Zaratustra, mi anticristo, guiaba los anhelos de mi pluma por los senderos lúcidos del aforismo y la sentencia.

Nunca creí en el “Superhombre”; Alemania, en su etapa nazista, me asqueaba –una moda más entre los designios judíos de Occidente– y pasaba de largo tomando más atención al anarquismo oriental de un Albert Camus, opuesto a un Sartre existencial en Le Flore; a un Jack Kerouac, que me señalaba con un ademán reiterativo: “¡Continúa en el camino!”; a un Jim Morrison, quien me advertía que “nadie sale vivo de aquí...” Arcángeles caídos de la lucidez del vicio a la lujuria perniciosa de las letras.

Los filósofos alemanes quedaron como perros rabiosos encadenados a una estaca del siglo XX. Hegel, el prusiano Kant, Schopenhauer, Nietzsche, también el austriaco Wittgenstein, me dijeron adiós la madrugada que descubrí la maravillosa filosofía existencialista, experiencia mística que hizo vigente mi antipoesía y desdibujó las inquisiciones propias de una cultura que se abortaba a sí misma...

A estas alturas de la degradación, después de las oscuras experiencias iniciáticas, ya no debería cuestionarme para qué sirve escribir sobre Nietzsche, sino para qué diablos es útil leer a Overbeck.

Se ha hablado ya bastante, sobre todo en estos tiempos políticos, de la “literatura comprometida”, sin llegar a saber a ciencia cierta qué es, cuál es su aplicación social, periódica y responsable, sin caer en el sermón sonámbulo…

Por todo ello, arremeto con la lacerante niebla de esta máxima: La palabra –sí, la palabra del amigo Franz Overbeck–, el máximo grado ilusorio de la realidad. Y aquí vendrían –¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!– los dieciséis cañonazos de carga frontal.

raelart@hotmail.com

 

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