DESDE LA BANQUETA

Chismes del mar Grecolatino

Por: Sergio Garín Olache*
lunes, 29 de noviembre de 2021 · 00:00

En el principio fue el Mediterráneo nos dicen los que cuentan la historia. Todo lo que a sus costas se acerca queda tocado de manos azules. Lo que de él se aparta se hace turbio, pavoroso, no entra hoy en nuestro combo. África, adentro, era el continente negro: al norte, desde Alejandría hasta Ceuta, resplandece el litoral con sus escuelas de filósofos y nidos de casas blancas. Asia, densa y misteriosa, se cerraba impenetrable en los vastos reinos de China, de la India; acercándose como no queriendo la cosa a nuestro charco luminoso, es el Asia Menor, poética y musical de Esmirna, Tiro, Damasco, Sidón, deudoras de un Líbano enorme que se canta en el Cantar de los cantares.

Europa es alegre y diáfana desde el encaje de mármol que se desprende del cuello de Atenas hasta los puertos españoles, abiertos para acoger la algarabía de los árabes. Frente al mar, la costa azul. Tierra adentro, de los Alpes hacia el norte nebuloso, un mundo de los bárbaros, una Selva Negra.

En los textos de historia se habla de Occidente; de los pueblos de Oriente; del mundo antiguo. Palabras. Pedazos de una frase sin verbo ni sujeto. Porque el sujeto es el mar, mejor dicho: el Mediterráneo. El verbo, navegar. Ese mar.

No es sólo la única realidad histórica sino la imagen poética en que se expresan todas las luchas, trabajos e ilusiones de unos cuantos siglos. Porque hubo esa época marina en que la geografía política no estaba en Tierra Firme sino pintada sobre sus olas.

Cada rincón suyo tenía un nombre propio, proclamaba su soberanía como un reino. Las banderas de los reyes ondeaban en los mástiles. Los escudos de los nobles iban al costado de las naves. Los castillos eran de madera. Los ejércitos de marinos que mordían el agua con los remos.

En las viejas cartas, y aun en las de hoy, se lee: mar de Tracia, mar de Creta, mar Egeo, mar Adriático, mar Jónico, mar Tirreno o de Toscana, mar de Cartago, mar de Iberia. Detrás de cada uno de estos nombres, a veces, no hay sino una ciudad, un faro. Sus historias son poemas, porque en los pueblos que empiezan, la historia no se escribe: se canta.

En el pequeño mar Egeo —huevo de donde iba a brotar el Mediterráneo— Homero empujó sus pueblos a la inmortalidad. Era él todo un señor capitán. La poesía nace en sus rapsodias.

De las tres puntas que entonces tenía el mundo, los hombres se movieron hacia el Mediterráneo. Atrás, quedaban estepas de Siberia; montañas de la India; mares —cuando no callados— muertos; arenas del Sahara. Las gentes curiosas, que necesitan ver, oír y dialogar, iban en pos del mar común, internacional, parlanchín, comadrero y chismoso.

Todos pugnaban por meterse dentro de este paño transparente. Sólo hubo unos bárbaros del centro de Europa que, cuando llegaron frente a luz tan esplendorosa, se ofuscaron, regresaron a sus bosques. Pero la verdad de muchos siglos es que allí se miraron cara a cara los tres continentes. De una orilla a la otra se hablaban los de oriente y occidente, los del norte y el sur. Sus almas irreconciliables ahí se cruzaban, y hasta llegaban a entenderse.
 

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