CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

El golfo de New York

Por Rael Salvador
viernes, 12 de febrero de 2021 · 00:00

En mi juventud temprana, en un trance que admití con fascinación agotadora, leí al golfo de New York, Henry Miller. Todos sus libros, en un solo cuerpo de obra, se asentaron en un legado de sabiduría variada. Conocer a Miller me permitió empaparme lo mismo del lúbrico juego de la vida que de la falsedad cínica de la Historia, así como del fascinante mundo griego y del legado incuestionable de Krishnamurti.

Amé a Henry Miller, sobre todo el Miller de “El Coloso de Marusi”.

Conocía bien a Sócrates y la cicuta, y a Platón como escriba y autor del reino de la belleza, al clasificador de Aristóteles, maestro de Alejandro Magno, y a los filósofos Cínicos, con Diógenes aullando a la cabeza.

Pero con ese libro maravilloso, si cabe la ambigüedad: estampa de una antigua civilización moderna, inicié mis amoríos con Grecia y mi amistad eterna con Nikos Kazantzakis, Giorgos

Katsimbalis (el “Coloso” de Miller),

Yannis Ritsos, Odysseás Elytes y Giorgos Seferis.
Y cuando el tiempo era benigno y templaba nuestros horarios, conversaba la noche entera con Facundo Cabral, y nos recitábamos largos fragmentos de “El Coloso...” como testamento de nuestro paso por la inconmensurable páginas del “Coloso de Nueva York”, el Miller que adoramos.

“Señora –se oía decir a Miller, en boca de Cabral–, hay que elegir siempre entre dos caminos a tomar; uno lleva a la seguridad y a la comodidad de la muerte, el otro conduce no se sabe dónde, pero va recto. A usted le gustaría volver a sus curiosas tumbas de piedra y a sus vallas de cementerio familiar. Vaya, pues, caiga de nuevo en lo más profundo, en el fondo impenetrable del océano de la destrucción. Vuelva a caer en ese sangriento letargo que permite a los idiotas coronarse reyes. Vuelva a caer y retuérzase convulsionada con los gusanos de la evolución. Yo sigo adelante. Sigo adelante, pasados los últimos escaques blancos y negros. La partida ha terminado, las piezas han desaparecido, las líneas se han borrado, el ajedrez se ha enmohecido. Todo se ha vuelto bárbaro”.

Tal como lo determinó el propio Miller: “Era mejor pasar la tarde charlando y cantando, o descansando sobre las rocas al borde del agua y estudiando las estrellas con un telescopio”.

Pasada las páginas y los años, observo que la amistad que Henry Miller guardó con

Anis Nïn está impregnada por el dulce erotismo de la simpatía. Tierna amante del autor de “Trópico de Cáncer”, ella extiende con gratificante exquisitez las enseñanzas parisinas de un hombre hecho de carne y arte, espiritualidad a la enésima potencia, convirtiéndose en beneficiaria de una develación lúcida e íntima, pletórica de libertad humana.

Tanto Anais como Miller, no descreen del genio de Rabelais –con su permisible “haz lo que quieras”– y, en una explosión de belleza y verdad, se instituyen como pilares de la literatura sensual y amatoria del siglo XX –un siglo que se derrumbó en guerras y dio paso a una avezada tecnología que actualmente se especializa en multiplicar la arrogancia brutal de todas las ignorancias–; digo, bellezas y verdades que se observan poco ahora, cuando el mundo ha transformado la pulsión de vida en demencia judicial, confundiendo el esplendor carnal de un arte milenario con el acoso sexual.

Si la voluptuosidad ginecológica de ambos sexos no se transforma en dulce erotismo y simpatía, la neurótica especie que nos habita estará condenada a rentar carne esterilizada y freírla al calor de los hologramas, confundiendo la masturbación en el cuerpo de otro con la felicidad que proporciona la naturaleza del placer.

Sí, recomiendo todo Henry Miller, su “Colosal” obra universal.

raelart@hotmail.com
 

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