CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

Las páginas pasan

Por: Rael Salvador
viernes, 10 de septiembre de 2021 · 00:00

Inmerso de espíritu en el lienzo de Miquel Barceló, “Tiempo de vida”, permito mezclarse el dulce portento que es el allegretto de la Sinfonía No. 7 del genio de Bonn con el temporal que hace en Ensenada.

La enigmática belleza de una barcaza, capitaneado en el dantesco corazón de las tintas, avanza no sin rudeza desde el punto de fuga, lugar donde un muro de dimensiones lácteas no hace perder, ni por asomo, el temple del navegante… La música parece prestarle una sonrisa al hombre y, en la abrupta revelación de su neurosis, el mar erecto asemeja la conciencia turbia y genial de Ludwig van Beethoven.

Ante eso y lo otro, paladeo el beso de una palabra –de la cual desconocía su grafía, su sonoridad y su significado–. En los campos de mi infancia, cerca de la Cementera, el oleaje dorado atendía mis aventuras: ascenso de aves, nubes al fondo, correr de roedores, los pasos como hacia la profundidad de un océano… No tenía idea que lo que me recibía, familia de plantas herbáceas que bailan con el viento al ritmo de las mareas de los puertos cercanos, eran las “gramíneas”.

“Gramíneas”, me digo… y el terciopelo de una ola amarilla revienta el fulgor azul de sus canarios en el ebrio vuelo del tiempo.

Esta palabra es una espiga entre las páginas del libro de Chantal Maillard, “La mujer de pie” (Galaxia Gutenberg), con el cual esta semana he pasado días de delicado gozo y noches de auténtico cobijo, pues en él encuentro la inteligencia de una mujer que expone su manera de observar el mundo, ofreciéndole la tersura de la sabiduría oriental a la áspera cotidianidad de la filosofía de Occidente: “De cómo, si una gota de agua en el océano, Occidente enfoca la gota, Oriente contempla el océano” (De Oriente y Occidente. Dis/cursos-De/cursos).

En el libro de Maillard, la muerte reafirma su enigma, pero no evita que la vestimenta de sus hilos quede expuesta en los colores de la existencia: dolor certificado, alegría incluyente, pesar sostenido, gotitas de pensamiento, familia y piedad, reclamos elegidos, hijo y memoria, araña solar, etcétera. Un telar que se precipita en el tejido de la enunciación, sin dejar de lado la lucidez en su versión de gentileza.

La lectura devela muchas cosas, sobre todo ignorancias ancestrales, enquistamientos de vacío que hunden su tartamudeo en el cosmos, relámpagos secos provenientes de estrellas muertas; yo, pobre tipo, idiota privilegiado, que presumo que el conocimiento que me ampara abarca los cinco océanos, pero descubro –¡sorpresa!– que no tienen la profundidad de 8 pulgadas… ¡Que alegría benevolente exhibirme en el ejercicio de estos saberes!

Hace unas semanas realicé la entrega de un artículo (“Dónde diablos quedó Dios”) en el que el filósofo Rüdiger Safranski narra la desaparición de un pintor chino, el cual aderezo con otras variantes… ¡pero nunca reparo, ni ofrezco referencia –porque la desconocía–, que se trata de la leyenda de Wu Daozi, de la dinastía Tang! Ese pintor, raíz de mitologías inexorables, abrirá siempre la puerta de la montaña y desaparecerá del cuadro ante la mirada atónica de los presentes, y que sirve de punto de partida a Marguerite Yourcenar para ofrendarnos con el maravilloso cuento “Así fue salvado Wang-Fo”.

Dice Chantal Maillard en una de esas acogidas: “Roto y vuelto a pegar mi azucarero es perfecto mientras pueda contener el azúcar. Pero, además, es perfecto porque es único. Y no porque me pertenezca, como la rosa del principito de Saint-Exupéry, sino porque ningún azucarero puede haber en el mundo con esas mismas cicatrices.

Éste ha sufrido un deterioro que lo hace ser especial. Así de especial también es el cuerpo que ha sufrido una amputación. Vuelto a coser, mutilado, se torna peculiar”, y quien es capaz de percibirlo moldea su espíritu de acuerdo a la condición cambiante de todos los universos posibles.

Las páginas pasan y son, como las nubes, perfectas. “Todo instante –murmuran a mi oído– es perfecto”.

raelart@hotmail.com

 

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