CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

El caminante sobre el mar de nubes

Por: Rael Salvador
viernes, 24 de septiembre de 2021 · 00:00

Resulta difícil no asociar el cuadro de Caspar David Friedrich, “El caminante sobre el mar de nubes” (óleo sobre lienzo, 1817), con la imagen resuelta del autor de “Así habló Zaratustra”, elevado sobre el pináculo de rocas y quizá en el momento de «la revelación del “eterno retorno”», como sugiere Michel Onfray en las páginas de “Las avalanchas de Sils Maria. Geología de Friedrich Nietzsche” (Fragmenta, 2021).

Si las piedras no piensan, es un hecho constatable que pensamos encaramados en todo tipo de rocas. “Hice un alto en un enorme peñasco, erecto como una pirámide, no lejos de Surlei”, refrenda Nietzsche cuando le acontece la epifanía pagana…

Más allá de la funcionalidad del anacronismo, el imaginario moderno de la pintura se vincula a Nietzsche –recargado efusivamente en la figura del personaje central de Caspar David (portadas de libros, carteles sobre seminarios, tratados sobre su obra, etc.)–, en parte por la naturaleza evidente de quien antepone la lucidez y la honestidad de los sentimientos a la razón ilustrada (procedente de la Ilustración), pero sobre todo en el prototipo del alma del Romanticismo alemán, movimiento artístico del siglo XVIII, que se aleja del Neoclasicismo para internarse en el “Sturm und Drang”, es decir en la “tormenta” y el “ímpetu”.

Lo anterior, a mi parecer, sólo dibuja la silueta de una estela asociativa, un solo y único fotograma de una larga película: la del filósofo que martillea con su paso los siglos tormentosos que nos anteceden y los siglos impetuosos que vendrán, como él mismo lo estipuló, en el entendido que todo lo que adviene antes rompe su matriz.

Un hombre atravesado por el relámpago, “cortado en dos por el rayo –a decir de Onfray– como se parte una civilización entre un antes y un después”, traiciona la pintura de Caspar David Friedrich, pues el genio de Nietzsche se encuentra –gráfica y filosóficamente– por encima de la borrasca del bien y el mal, más allá de la plástica del paisaje…

Menguadas sus fuerzas, cierto; casi ciego, sufriente, pero no vencido: “¡Ya no puedo soportar (…) esa acumulación de nubes!”, escribe con la impetuosa tempestad de su sangre, casi con júbilo, enfermo de intelectualidad, en una de sus cartas a su amigo Peter Gast…

El autor de “Humano, demasiado humano” advirtió en su obra temprana la fisura de su tiempo, quizá en un franco diálogo libresco con el autor del “Fausto”, Johann Wolfgang von Goethe, al declarar con benevolencia que todo pueblo consolida, “según sus fuerzas, metas y necesidades, un cierto conocimiento del pasado, bien sea como historia monumental, anticuaria o crítica, pero no como una manada de pensadores meramente limitados a la observación pura de la vida, ni como individuos hastiados a quienes únicamente puede satisfacer el saber”.

Como quiera que se mire, Caspar David Friedrich (Pomerania, 1774-1840) nos obsequia un referente, un signo a desentrañar, nos invita con su “santo óleo” a extraer luz de él –en rompimiento de “gloria” profética–, como el mismo Nietzsche lo hizo del sueño de Dostoievski en Raskolnikov, el personaje de “Crimen y castigo”, que toma el nombre de Rodia, de 7 años, y quien observa el castigo y el crimen de un caballo escuálido por parte de una horda de borrachos.

El brutal sacrificio, a golpes de hierro, hace presente a Rodia el espinazo partido de la débil bestia y anticipa la reacción de Nietzsche al abrazarse al cuello agonizante para limpiar la sangre con sus propias lágrimas de dolor.

“El pobre niño está fuera de sí –describe el ruso–. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos…”.

Los seres humanos tenemos el guion escrito a partir de las penas de nuestros antepasados. Se llama psicogenealogía –¿teoría del “Eterno retorno”?–, y es precisa como una enfermedad genética.

No está de más traer aquí, una vez más, el suceso del 3 de enero de 1889: el día amenaza temporal, el filósofo alemán, conmovido, observa a un cochero golpear cruelmente a su caballo…

–¡Hale! ¡Yeeaaahhh! ¡Arre! –y restalla el látigo con el placer de un disgusto evidente.

Inamovible, abrazado a él, lágrimas que bautizan de oscuridad la demencia, pierde la cabeza…

¿“Maelstrom” ante Dios o los dioses?
Sabemos de sobra lo que acontece a Nietzsche; se prefigura, con antelación inclemente, en el lienzo de Caspar David Friedrich, “El caminante sobre el mar de nubes”.

raelart@hotmail.com

 

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