INDICADOR POLÍTICO

Cataluña: la ley no es democracia

Por Carlos Ramírez
domingo, 5 de noviembre de 2017 · 00:00

Lo ya sabido: la crisis en/de Cataluña se ha convertido en una crisis de sistema político/régimen de gobierno/Estado nacional de España. Lo no sabido: el problema con la declaración de independencia de Cataluña ha establecido una de las diferenciaciones más importantes en ciencia política: la ley y la democracia. El oficio de los políticos lleva a lo que podríamos llamar como la paradoja de los estadistas: la tarea del gobierno se conquista por la democracia para llegar al poder y aplicar la ley que, de suyo, es excluyente de las reglas de la democracia.

La ley es una norma estricta, y mientras más matemática que sea a la hora de aplicarse, es mucho mejor; la democracia es un equilibrio social entre la diversidad. El gobernante, así, queda en el punto medio entre la norma y la razón; ahí fue donde Platón planteó su tesis del rey filósofo, la síntesis entre el poder y la razón. La diferencia entre el gobernante y el dictador radica justamente en la sabiduría como límite al poder como (decía Weber) la dominación del otro.

El caso Cataluña es bastante complicado en sí, y por lo tanto mucho más para quien quiere examinarlo desde lejos y sin ser natural de España. Pero la ciencia política tiene el instrumental necesario para intentar un esfuerzo analítico y tratar de ofrecer otro escenario menos comprometido con los dos protagonistas del conflicto de sistema/régimen/Estado.

En un ensayo publicado por partes en El Sol, el filósofo José Ortega y Gasset produjo España invertebrada en 1922 y ahí dejó varios criterios importantes: el “estado de disolución” que vivía el país al comenzar los veinte, “España es una cosa hecha por Castilla”, los males de “separatismo y particularismo”. Ortega cita una carta de Maquiavelo --cuyo modelo de Príncipe refiere a César Borgia y Fernando VII, dos españoles-- en la que refiere que el monarca de Aragón “ha tenido siempre que combatir con Estados nuevos y súbditos dudosos”. Y aquí hace Ortega una pausa a pie de página que podría, a la distancia, ser un dato para el análisis de la Cataluña de hoy: “(Fernando VII) ensaya la unificación de un Estado de pueblos por tradición independientes, de hombres que no son sus vasallos y súbditos de antiguo” (subrayados de CR). España, pues, no fue un reino histórico unitario histórico, sino una sumatoria.

La crisis de Cataluña, por tanto, es tan antigua como la formación del reino de España con el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Y en esa ardua tarea, el papel entonces del vicecanciller de la estructura de gobierno de la iglesia católica cardenal Rodrigo Borgia (Borja), ascendido en 1492 a papa Alejandro VI. España nació, reconoció Ortega, con los expedientes no resueltos de Cataluña y Vizcaya. Y en su ensayo, Ortega hizo una afirmación que él mismo la subrayó con cursivas: “la esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y, en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los demás”.

Los nacionalismos de los diferentes reinos que formaron el reino de España han exigido la comprensión de la suma consciente de destinos a partir de un punto no tan lejano (1469). Por tanto, el problema de las nacionalidades y comunidades de España es un asunto de ley, de democracia y, sobre todo, de liderazgo. El presidente Rajoy dejó que la crisis profundizara su descomposición política para aislar a los independentistas y entonces aplicarles el hacha indiscutible de la ley; pero en estos años de acumulación de contradicciones, la ausencia de una iniciativa de reconstrucción de la identidad española llevó a la persistencia de los nacionalismos.

La aplicación estricta de la ley ha sido siempre una tabla de justificación de los gobiernos que quieren administrar el poder, pero no construir un liderazgo nacional cohesionador. La apuesta del gobierno de Rajoy y el impecable discurso de autoritarismo legal de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría difícilmente pudieran ser rebatidos en el escenario legalista; sin embargo, políticamente, España entró en una zona de incertidumbre democrática. Ante las posiciones irreductibles de los independentistas y de La Moncloa, la izquierda debió de haber jugado un papel estabilizador. Pero después del primero de octubre y de las cuarenta y ocho horas que estremecieron España --jueves 26 y viernes 27 de octubre--, la crisis se retroalimentó a sí misma.

Paradójicamente los que defendieron el régimen de 1978 con el imperio de la ley son los responsables de haber horadado ese régimen y de haberle echado gasolina a la hoguera nacionalista, a menos que encarcelen al 40% de los catalanes independentistas. La crisis quedó trabada entre la ley y la democracia. Y la única puerta de emergencia fue la que nunca se abrió: la política. Es posible que Rajoy haya logrado un reconocimiento como un gobernante que defendió la vigencia de la ley, pero pasará a la historia como el gobernante que no quiso ser estadista ni político.

En México tuvimos un gobernante --Gustavo Díaz Ordaz, por cierto efímero primer embajador de México ante la España democrática en 1977-- que pasó a la historia como el defensor de la ley ante las protestas estudiantiles, pero su obstinación legal lo condujo a la crisis estudiantil de 1968 y al colapso de la represión el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Cultura de Tlatelolco. En su ensayo Posdata, Octavio Paz hico la mejor reflexión sobre esa crisis: los estudiantes exigían democracia y les aplicaron la ley con el grupo antidisturbios conocidos como granaderos. La ley es la ley, la democracia es el ejercicio de la libertad y la política es --jugando con la frase de David Easton para definir el sistema político-- la “caja negra” en cuyo interior se realizan las interacciones entre los protagonistas sociales y del poder.

La crisis de España es una crisis típica de ingobernabilidad huntingtoniana: cuando las demandas sociales son superiores a las ofertas institucionales. La aplicación de la ley no resuelve problemas, la democracia los potencia, y sólo queda el ejercicio de la política como el instrumento de los estadistas para atender crisis de existencia de los estados.

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