LA TURICATA*

El lado soleado de la calle

Por José Carrillo Cedillo**
lunes, 13 de agosto de 2018 · 00:00

La calle en que estaba la vecindad donde nací y donde pasé mi primera infancia estaba empedrada. Piedras bola pulidas por el uso, al centro dos rieles corrían hacia el oriente hasta perderse muchas cuadras adelante. En la banqueta un pirú de enorme follaje proyectaba su sombra sobre el arroyo de la calle, por la que casi no circulaban autos. Muchas parejas de novios lo visitaban por la noche y juegos infantiles se sucedían en el día en torno al hermoso árbol, imponía su presencia de día y de noche. Años después ante el avance del pavimento, las piedras fueron levantadas y el maravilloso árbol fue brutalmente asesinado, causando la desdicha de novios, perros y muchos pajaritos.

En la cuadra había cuatro misceláneas, un cine, una pulquería (donde mi padre solía de vez en cuando tardear con sus amigos) y una cantina atendida por su dueño, un español rubicundo que tenía permanentemente un puro en la boca, como si hubiera nacido pegado a él.

La vecindad estaba ubicada a pocas cuadras del corazón del barrio de Tepito, lo que indica que recibíamos o compartíamos de cierta manera la cultura sui generis de ese famoso barrio capitalino.

El patio de la vecindad se inundaba de sonidos desde muy temprano: repartidores, vendedores, aboneros, merolicos y ropavejeros que cambiaban cualquier saco viejo por un deslumbrante juego de té. Muchos de ellos tenían que salir corriendo perseguidos por El Tíber, un perro color naranja de raza indefinida, que aparte de eso tenía a su cargo junto con otros de otras vecindades, regar de vez en cuando al pirú.

Los niños y niñas de la cuadra salíamos corriendo a la calle convocados por el inconfundible sonido de las sirenas de los bomberos, cuyos enormes camiones me parecían dragones rojos con muñecos de hule negro agarrados de su cola y que tocaban su dorada campana y pasaban raudamente como una exhalación, perdiéndose rápidamente en el horizonte dejándome un raro sentimiento de heroísmo lejano e inalcanzable.

El azucarillero era un personaje que de tarde en tarde visitaba la vecindad y venía de otras vecindades, pues ese era su trabajo. Vestía un raído traje que tiempo muy atrás debió haber sido muy elegante, un sombrero de carrete con espejitos y una corbata roja de moñito. Era poeta y con la compra de cinco centavos de azucarillos (conitos de azúcar pintados de colores), le preguntaba a uno su nombre e improvisaba cuartetos que cantaba acompañado de una vieja guitarra con voz tipluda y aguardentosa.

Antes de las siete de la mañana pasaba por la calle una señora de rebozo negro arreando a una burra gris y vendiendo su leche (la de la burra) a quien se la solicitaba. Alguna amiga le comentó a mi mamá que la leche de burra era muy buena para el sano crecimiento de los niños y mi madre, haciendo oídos al consejo, una larga temporada se levantó muy temprano a esperar a la señora para comprar la leche que me daba en el desayuno.

Siguiendo lo que aconseja el método científico podemos concluir, que algo me emparentó con la burra que ni siquiera supe su nombre y tampoco su apellido y sospecho que ella menos el mío, pues el resultado es más que evidente y no requiere comprobación, según opinan mis amigos que fueron mis condiscípulos en las diferentes escuelas que aceptaron inscribirme.

*Pequeño ácaro que pica a los puercos
**Maestro de artes plásticas con más de 50 años de ejercicio
 

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