De política y cosas peores
“Bésame con el beso de tu boca, / cariñosa mitad del alma mía. / Un solo beso el corazón invoca, / que la dicha de dos me mataría”. Cito de memoria esos apasionados versos del poblano Manuel M. Flores. Yo sí me arriesgaría a gozar un segundo beso de la mujer amada. No me mataría, de eso estoy seguro, y aunque quizá me dejaría un poco apendejado a lo mejor agarrábamos correntía, con las subsiguientes gozosas consecuencias, porque después del segundo y el tercero sigue el cuarto. Pero me desazona el concepto de “uno solo”. Por ejemplo, hoy se cumplen 190 años del único momento -uno solo- de verdadera unión que los mexicanos hemos conocido a lo largo de toda nuestra vida nacional. El 27 de septiembre de 1821 hizo su entrada en triunfo a la Ciudad de México el Ejército Trigarante encabezado por Agustín de Iturbide. Hombre de luces y de sombras fue él. Todos lo somos, me supongo, pero Iturbide llegó a extremos lo mismo en su grandiosidad que en sus miserias. Tahúr empedernido, gran ladrón, no puso nunca freno a su arbitraria voluntad. Hizo que su esposa fuera recluida en un convento -la acusó de cosas indecibles- para poder entregarse sin obstáculos a sus devaneos de alcoba. Como militar, su brillo de estratega sólo fue igualado por su terrible crueldad. Y sin embargo ese hombre pasó de las tinieblas a la luz: con un plan genial que a todos conciliaba emancipó a México de España, y al hacerlo creó una nación nueva a la cual dio nombre, bandera y unidad. Su victoria fue celebrada por todos, incluso por aquellos que habían luchado durante años como feroces enemigos. Pero eso duró un instante nada más. Al naciente coloso del norte, los Estados Unidos, no convenía que la nueva nación conservara vínculos con la Madre Patria. Ya habían concebido los norteamericanos, además, oscuras ambiciones sobre el extenso territorio mexicano, a las cuales se oponía Iturbide. Así, el poderoso vecino empezó a intrigar contra aquel que podía estorbar el proyecto de “América para los americanos”, cuya justa traducción sería “América para los norteamericanos”. Por su influencia, pues, cayó Iturbide, y por su influjo adoptamos instituciones que nos eran ajenas, y hasta copiamos servilmente el nombre que a su país dan los estadounidenses. Nuestra patria no se llama en lo oficial con su hermoso y sonoro nombre esdrújulo: México. Se llama Estados Unidos Mexicanos, burocrático apelativo que nadie usa como se usa USA. Y ya no digo más, porque estoy muy encaboronado, y eso lleva a hacer malos juegos de palabras. Mi encaboronamiento, sin embargo, no evitará que recuerde la fecha de hoy dando cuenta de un chile en nogada sabrosísimo, otra de las cosas que debemos a Iturbide, pues esa gala de nuestra gula fue creada para homenajearlo: en el verde del picoso chile, el blanco de la cremosa nogada, y el rojo de los granos de granada aparecen representados los tres colores de la bandera que Iturbide ondeó. Al menos esa memoria queda del olvido en que la mentirosa historia oficial -hecha también a la medida de la hegemonía imperial yanqui- tiene al verdadero emancipador de México. ¿Podrá disipar mi enojo la siguiente historietilla? Un señor bastante entrado en años casó con mujer joven. Al empezar la noche de las bodas le dijo: “Debo advertirte que ya no tengo completas mis facultades”. Ella creyó entender lo que su desposado le decía. Grande fue su sorpresa, por lo tanto, cuando el maduro novio le hizo el amor tres veces seguidas. (Hasta parecía de Saltillo el viripotente caballero). Acabada la triple consumación nupcial la exhausta novia se dispuso a dormir algunas horas. Su asombro no conoció límites, empero, cuando su añoso galán se le acercó otra vez con evidentes rijos de erotismo. “Permíteme mostrarte mi cariño” -le dijo con voz insinuativa. “¡Tres veces me lo mostraste ya! -exclamó ella-. ¿No lo recuerdas?”. “No, de veras -respondió sinceramente apenado el vetusto amador-. ¡Te digo! ¡Ya no tengo completas mis facultades!”. FIN.
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