De política y cosas peores
Evoco hoy el relato -seguramente apócrifo- según el cual el buen Jesús, clavado en el madero, pronunció sus dolientes palabras: “Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Dimas, el buen ladrón, le habría dicho: Sí saben, Señor. Lo que pasa es que se hacen pendejos”. No nos hagamos nosotros así. Cuando se trate el tema del aborto reconozcamos que en el vientre de la madre hay una nueva vida desde el momento mismo de la fecundación. Yo soy un convencido -cuando alguien empieza a hablar con esa frase de seguro va a decir una obviedad- yo soy un convencido, digo, del derecho que tiene la mujer a decidir sobre su cuerpo. Sobre su cuerpo, sí, no sobre el de otro. Lo que se expulsa en el aborto -púdicamente llamado “interrupción del embarazo” para no usar esa palabra tan fea- es un ser humano cuya vida, en efecto, se interrumpe. Será inútil cualquier maroma dialéctica que se intente para negar tal cosa. A ese nuevo ser no se le debe negar el derecho a la vida, como tampoco al niño ya nacido se le puede conculcar su derecho a seguir viviendo hasta convertirse en adulto. No creo, sin embargo, que la mujer que aborta deba ser tratada como una criminal. Y es que una cosa es el delito, y otra muy diferente el pecado. Delimitemos bien los reinos de la moral y de la ley. Yo puedo cometer todos los pecados mortales que enumeró el padre Ripalda en su olvidado catecismo, y al hacerlo no incurriré en ningún delito. Puedo ser soberbio, envidioso, avaro, perezoso, goloso, iracundo o lujurioso sin contravenir ninguna de las leyes de los hombres. ¿Acaso irá alguien a prisión por ser güevón, comelón o cogelón, dicho sea con perdón? El aborto es calificado por la religión como pecado grave, pero eso no obliga a los legisladores a ponerlo en el Código Penal como delito. Muchas veces detrás de un aborto hay un profundo drama humano, que puede ser el de la pobreza, el de la presión de las convenciones sociales, el del abuso cometido contra la mujer. Antes eso daba lugar a otros dramas, cuando las prácticas abortivas se llevaban a cabo en la clandestinidad. De ahí derivaban terrible sufrimiento y muertes. Origen de todo esto es la falta de educación sexual. No deja de ser paradójico que una institución como la Iglesia Católica, que ayer se opuso terminantemente a la educación sexual, ahora proteste por uno de los efectos causados por la falta de esa educación. Igual oposición sigue mostrando la Iglesia al uso de algunos medios anticonceptivos, por ejemplo el condón, en tanto que admite el método del ritmo. (O sea, se puede burlar a la naturaleza por medio de las matemáticas, pero no de la física). Muchos embarazos no deseados se evitarían si todas las instituciones -el Estado, la Iglesia, la escuela, el hogar- se ocuparan en educar a las nuevas generaciones para ejercitar su sexualidad en forma responsable, y si se difundieran, con respeto absoluto a las personas, los medios para evitar los riesgos que derivan del sexo mal ejercido. Nunca estaré de acuerdo yo con el aborto, pero jamás aceptaré que se castigue a la mujer que aborta. Eso es cuestión de conciencia. Consulte con la suya cada quien. Y el creyente -o la creyente- escuche las palabras de su Dios, que desde la cruz sigue diciendo aquellas palabras amorosas: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”... Turulatos nos has dejado, pendolista, con tu peroración. ¿El diablo metido a predicador? Menester es ahora que relates alguno de tus inanes chascarrillos, para poder salir del estado catatónico en que tu retahíla nos dejó... Don Chinguetas y doña Macalota celebraban ambos sus 65 años de edad, y 40 de casados. El hada madrina de los matrimonios se les apareció y les dijo: “Pida cada uno un deseo”. Pidió doña Macalota: “Quiero viajar por el mundo”. ¡Zas! En sus manos apareció un montón de boletos de tren, avión y barco. “Por mi parte -declaró don Chinguetas- quiero tener una mujer 30 años menor que yo”. ¡Zas! Don Chinguetas se vio convertido en un anciano de 95 años... FIN.
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