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El parroquiano

Una personalidad en la barra más antigua del puerto, Héctor fue testigo mudo de infinidad de poses, altanerías, chistes de mal gusto, pleitos, leperadas, borrachos caídos al piso, conquistadores despreciados y muchos etcéteras
miércoles, 1 de septiembre de 2021 · 00:00

HEBERTO PETERSON/COLABORACIÓN
petersonheberto@live.com | Ensenada, B. C.

Puntualmente, a las 21:00 horas, Héctor hacía su entrada acostumbrada por más de 30 años a la cantina Hussong’s, fundada en 1892. Era uno de los parroquianos consentidos de los cantineros, quienes le reservaban su lugar en un asiento ubicado a la mitad de la barra, que le permitía tener un horizonte visual del que nadie se escapaba.

Héctor era dicharachero, un tanto echador, simpático, fácil de hacer amigos y “echarle mucha crema a sus tacos” o “espuma a sus cervezas”. Todos lo conocían, le tenían paciencia y disfrutaban del ambiente que fomentaba, nunca faltó y todos esperaban su entrada con una puntualidad que ya quisieran los ingleses.

Llegaba, se paraba en medio de la cantina y volteaba para todos lados, en su banca reservada se sentaba, daba dos fuertes golpes sobre la superficie de la vetusta barra que hasta lágrimas le sacaba, pedía su primer tarro de cerveza para ponerse a tono, acompañada de los tradicionales cacahuates, le colocaban a un lado un cenicero y sacaba su habano, cortaba la punta, lo encendía y después de todo su bronco ritual comenzaba a beber y dar sus bocanadas parando la trompa y mirando hacia el contaminado cielo lleno de nubes de humo de cigarros, pipas y puros.

La apuesta
Testigo mudo de tantas poses, altanerías, chistes de mal gusto, pleitos, leperadas, borrachos caídos al piso sin saber de sí mismos, conquistadores despreciados y muchos etcéteras.

Pasadas las horas pedía el mariachi que por cierto tocaba y cantaba muy bien empezando siempre por “La negra” y siguiendo con “La culebra”, más otras que se atrevía a entonar con los integrantes del grupo musical. Después de varias cervezas y tequilas se alocaba y comenzaba a zapatear sobre el piso, siendo el hazmerreír de los parroquianos. Invitando a una que otra dama, le brotaba lo macho, se volvía altanero

Llegaba a su casa ahogado, dormía como tronco y al siguiente día se presentaba a su agencia aduanal, a las 10:00 horas, pulcramente vestido, refinado en su trato, regresaba a las 15:00 horas a comer a su casa, dormía una siesta de hora y media, salía a caminar al parque, regresaba a convivir con los suyos y…

A las 21:00 horas una vez más entraba a la cantina partiendo plaza, sentándose, dando dos fuertes golpes sobre la vetusta superficie de la barra, le acercaban su tarro de cerveza, sus cacahuates, el cenicero, sacaba su habano, cortaba la punta, lo encendía, y después de su acostumbrado ritual pagano paraba la trompa, daba sus bocanadas y el contaminado cielo soportaba una vez más sus señales de humo.

Pasada la hora pedía a los intérpretes de música norteña que tocaran, su personalidad se transformaba y proyectaba a un bronco norteño gritón, retador, mujeriego amante del apapacho y bailador hasta morir.

En cuanto localizaba un amigo desde su puesto de observación iba a invitarle los tragos sin importarle “hacer mosca” a su acompañante... le decían “El prudente” y zafarse de él era misión imposible Uno de sus queridos amigos era “El manco” un tipo de 1.90 metros de altura, fortachón, que bailaba muy al estilo sinaloense, ganadero muy derrochador y generoso con las propinas.

Héctor retó al “Manco” a las vencidas, y el ganador se quedaba con el caballo del perdedor. El caballo del “Manco” eras un árabe de pura sangre, y el de Héctor un hermoso Alazán.

Las apuestas fueron a favor del “Manco” ya que era un hombre muy alto y corpulento, pero Héctor ganó y fue la comidilla en el pueblo. Difícil de creerlo, pero ante los hechos no hay argumento que valga.

Volviendo al parroquiano, esa era la doble vida de Héctor hasta que su cuerpo dijo: ¡Hasta aquí! Le dio un infarto fulminante y ahora su espíritu entraba puntualmente a las 21:00 horas, volteaba para todos los lados, se sentaba, daba dos fuertes golpes sobre la vetusta superficie de la barra pero nadie escuchaba: Estaban todos sordos.

El alma, la alegría, el insustituible parroquiano estaban en otra dimensión, los mariachis callaron y la banda sinaloense enmudeció para siempre.

 

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