Todos somos migrantes

domingo, 17 de diciembre de 2017 · 00:00

Por Rolando Ísita Tornell*

De algunos años a la fecha los diarios del mundo se han llenado de noticias sobre el desprecio, agresión o confinamiento de cientos de miles de migrantes. Debido a diversas causas, hombres, mujeres y menores inermes huyen de guerras, violencia política en sus naciones de origen, o de la agresión de otros países, buscando refugio ya sea en naciones de Europa central o del Este. En América, huyendo de la pobreza extrema o de la violencia política, buscando cruzar la frontera hacia los Estados Unidos.

Los anhelos de mejor vida y oportunidades de esos cientos de miles de migrantes terminan en conmovedoras tragedias, ahogados en la mar o cruzando ríos, deshidratados y cocinados en ardientes desiertos o baleados.

Si logran la proeza del éxodo, pasan a ser víctimas de fobias, maltratos, persecuciones para ser confinados en verdaderos campos de concentración, para luego ser deportados de regreso a sus países de origen donde, si no sucumbieron en la odisea, fenecerán en la represión o la miseria.

Asimismo, brotan conflictos por varias latitudes por creencias en superioridades divinas sin más sustento que leyendas, amigos imaginarios, mitos, malos usos y malas costumbres, practicándose políticas de exterminio masivo, genocidios, sea en Croacia, Bosnia, Ucrania, Polonia, la supremacía blanca en Estados Unidos o en la milenaria Palestina por derechos divinos de un pueblo que cree ser elegido por deidades, cuya existencia no ofrece más evidencia que la creencia misma.

Todos estos oscuros y dramáticos escenarios mundiales no expresan más que la educación que imparten los estados es un desastre a nivel mundial, sin importar si se trata de países desarrollados o no, una enseñanza carente de conocimientos nuevos basados en las propias expresiones de la naturaleza, de la vida, del cosmos y no productos de nuestras imaginativas fantasías del diminuto mundo de kilogramo y medio que llevamos sobre los hombros.

Las reglas a nuestro favor

Cada uno de los 7 mil millones de humanos que habitamos en el planeta Tierra debiera ser parte de nuestra cultura que tenemos un pasado migrante, todos fuimos inmigrantes, nuestras raíces se ubican en África, nuestra patria común humana, entre Tanzania, Etiopía y Kenia, hace alrededor de siete millones de años.

Y hace dos millones de años dio inicio el éxodo planetario, por vez primera los descendientes de los primeros homínidos se aventuraron fuera del continente africano hacia el Cáucaso para luego continuar a grandes extensiones de Asia tropical llegando hasta Java. 

Hubo otras dos grandes migraciones más. La segunda oleada de nuestros antepasados africanos hace un millón de años, ocupó buena parte de Europa y Asia. En esa ocasión contaron con más conocimientos y habilidades para adaptarse y sobrevivir en las gélidas estepas de las grandes cordilleras montañosas de los Alpes, el Cáucaso y el Himalaya. Desarrollaron una avanzada tecnología a base de cascar piedras que les permitió cazar grandes presas y muy probablemente le habrían arrancado ya el fuego a la naturaleza.

Y hará medio millón de años que los antiguos humanos se lanzaron a la tercera larga marcha dejando atrás el edén africano y del cual procedemos todos los actuales pobladores del planeta Tierra.

Este tercer éxodo se lanzó a la aventura en grande, ocuparon el continente australiano y América. Pero a diferencia de las migraciones actuales, aquellos nuestros ancestros no los motivaba la huida, ni buscaban una tierra o país prometido.

Aquellas dispersiones fueron motivadas por los cambios en la naturaleza que nos fueron imponiendo retos. Primera gran lección: la naturaleza tiene reglas, y en la medida que vamos entendido esas reglas usándolas a nuestro favor, hemos dejado de depender de la esperanza y la fe para enfrentar el miedo a lo desconocido, el miedo es parte de nuestra naturaleza, el motor que nos mueve a sobrevivir.

Huella dactilar

¡Pero no somos iguales! -dirán algunos-, hay altos, bajitas, delgados, redonditos, morenas, apiñonados, negros, claros y… en realidad no hay blancos.

Los parecidos al blanco que existen son por una mutación, una “enfermedad”: los albinos. Bueno, la realidad también es que la piel no tiene color. El color de la piel es un fenómeno óptico, de la misma manera que el cielo se ve azul de día y sin nubes, aunque en realidad no tiene color; o el agua, que es incolora, la vemos en distintos tonos de azul y verde, por el reflejo del fondo marino y sus componentes químicos además del hidrógeno y el oxígeno que la integran.

La luz es blanca, un prisma de cristal la puede descomponer en los colores del arcoíris. Los objetos, la piel, que tienen un color, en realidad lo que sucede es que absorben la longitud de onda de los otros colores y sólo reflejan la longitud de onda del color que vemos.

La piel tiene una molécula llamada melanina que es la que absorbe la luz blanca, todos los colores, y refleja sólo alguna combinación de ellos, y eso sucede por la adaptación de los grupos humanos al medio.

Por lo demás, todos somos iguales, todos somos africanos, todos hemos sido migrantes; no hay “razas”, hay una especie animal: Homo sapiens sapiens, el homínido que sabe que sabe.

Todo esto lo sabemos gracias a la estupenda herramienta que hemos desarrollado y que nos distingue como humanos: la ciencia, que no es una creencia, es una forma confiable de ver, entender y explicarnos los fenómenos de la naturaleza por ellos mismos y no por lo que nosotros queramos; es la forma como los detectamos, los medimos, los relacionamos con otros fenómenos naturales y a veces los podemos reproducir.

Fue hasta las primeras dos décadas del siglo veinte que comenzaron a utilizarse las técnicas radiométricas para medir la antigüedad de las cosas, los fósiles, las eras geológicas, el estudio de los minerales por el decaimiento radiactivo de los elementos, como el uranio o el plomo; se trata de la taza de destrucción en el tiempo del núcleo de los átomos; el más usado es el isótopo Carbono 14.

Hoy conocemos la procedencia genética de los seres vivos o de muestras de ellos gracias al descubrimiento de la estructura molecular de la molécula de la vida, el ADN, en 1953 y del genoma humano en el año 2000.

De igual manera, por el desarrollo de la espectroscopía, del efecto Doppler, podemos detectar la “huella dactilar” de los elementos por muy lejos que se encuentren, o los movimientos de los astros que tardaríamos 100 generaciones en notar que se mueven, y saber que el Universo tiene 13 mil 700 millones de años de edad, la Tierra 4 mil 500 millones; el Sol 5 mil millones de años, los primeros vestigios de vida 3 mil 500 millones de años y nosotros iniciamos la separación de los simios hace 7 millones de años… en África.

*Periodista e integrante del área de Comunicación de la Ciencia, en UNAM-Ensenada.

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