#Palabra

Los olores de los muertos

La experiencia de quien escribe este artículo con relación a la celebración del Día de Muertos, está basada en los aromas, sabores y colores presentes en la ofrenda
sábado, 3 de noviembre de 2018 · 00:00

Por Dulce María Esguerra*

“El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte acaba por negar a la vida”. Octavio Paz. “Todos Santos Día de muertos”, El laberinto de la soledad. 1950.

Hablar sobre la celebración de Día de Muertos en México es meterse en camino de terracería. Sin señales. Pero con una espectacular vista.
Tengo 45 años, nací en la Ciudad de México –Chilangolandia, pa’ los cuates- y no recuerdo que en mi infancia hubiera pasarelas, transmisiones en vivo, concursos ni desfiles acerca de los muertos, como los hay hoy en día en el centro y sur del país.
Hija de madre originaria de Guanajuato y padre nacido en Atlixco, Puebla, el Día de Muertos se vivía sin tanta algarabía; no había chorcha, pues.
Una semana antes se limpiaba la casa de arriba abajo, porque el 1 y 2 de noviembre eran “días de guardar”, como decía mi madre.
Días previos se compraba lo necesario para el altar: fruta –como naranja, guayaba, manzana, caña-, veladoras, flores –de cempasúchil, principalmente y nube- y los elementos que sería guisados, que generalmente era pollo en mole, arroz rojo con chícharos y camote en piloncillo. Si la economía lo permitía, se colocaba una pieza de pan de muerto.
El 31 de octubre se guisaba para tres días y se disponía el mantel para adornar la única mesa que había en la casa que lo mismo servía para comer, que para estudiar, planchar o preparar los alimentos.
La ofrenda la montaba mi madre resaltando las luces y los ramos. El olor de los alimentos, la fruta y las flores atraía no sólo a las moscas sino a 4 curiosos niños que debían aguantar, de forma estoica, las ganas de probar el mole, el pan y el camote.
Si el 1 de noviembre caía entre semana se seguía la rutina de escuela y tareas y estaba prohibido ver televisión por la tarde. Aunque mi madre sí se permitía la telenovela de las 18:00 horas.
El 2 se iba a misa vespertina de difuntos y regresábamos a casa a leer y preparar nuestras cosas para el siguiente día, mientras mamá veía su capítulo con volumen bajito, para no perturbar a los familiares fallecidos.
El mismo 2 las vecinas intercambiaban platillos que los niños devorábamos con los ojos y rogábamos porque pronto fuera 3 y no se pararan las moscas en la comida, porque si pasaba se botaba a la basura.


De Europa para el mundo… e Iztapalapa también
Muchos años después, durante mi estancia en Italia, la familia que me albergaba preparó “dolci per i bambini”, pequeños panecitos en forma de huesitos para darlos a los más pequeños en el primer domingo del mes de noviembre.
Hasta ese entonces comprendí que el Día de Muertos no es exclusivo de México. Pertenece a Occidente debido a la difusión del culto católico por toda Europa y Asia, la colonización de América por parte de España, Francia y Portugal, principalmente y la catequización a los nativos por frailes de varias órdenes religiosas.
El Día de Muertos ejemplifica eso que los intelectuales llaman sincretismo y mi madre llanamente define “la revoltura de las gentes”.
Sabemos, estimado lector, que el altar mezcla lo divino con lo profano: hay elementos religiosos –la cruz, infaltable en una ofrenda-, gustos del difunto –como comida, bebida y ornamentos- y elementos prehispánicos –el perro negro, las monedas, el petate, el bastón, el incienso-.
La ofrenda que ponía mi madre representaba sus creencias religiosas y económicas. Si había muchas veladoras, “los que se fueron” verían mejor el camino a mi casa; si había sólo dos, nuestros difuntos se guiarían con el olor del piloncillo y canela del dulce, además de la naranja y guayaba dispuestas en montoncitos de 3.
Ha cambiado mucho esta celebración que en lo personal no reconozco y molesta el bombardeo mercadotécnico de estos días. Desde septiembre, nomás pasó el 16, y ya estaban montando productos de Halloween y pan de muerto en el mercado de mi colonia.
Ahora que vivo en la frontera norte de México, añoro el silencio que imponía mi mamá para esos días. No eran de pachanga, sino de reflexión, aunque aquí entre nos, mis únicos pensamientos eran no toparme con los muertos en la noche cuando me levantaba al baño y no me descubrieran metiendo el dedo en el mole y luego en el juguito del camote.
Hoy comparto la opinión del arqueólogo Esteban Matos sobre la idea romántica (ñoña) de que los mexicanos nos reímos de la muerte . Cada año vi llorar bajito, en silencio, a mi madre ante la foto de mi abuela que ponía en la ofrenda. Lo vi también en mi tío Francisco a quien la Muerte no permitió conocer la mirada de su primogénito.
Yo misma ubico un dolor que me atraviesa desde la garganta hasta el pílori cada que monto un altar.
Para disiparlo, me animo pensando que la muerte no nos puede alcanzar mientras haya quién nos conmemore, quién nos recuerde, como lo sugiere la película de “Coco”, y mejor recordar a los muertos con todo lo bueno que hicieron, agradeciendo su vida antes que permitir que se conviertan en “un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo”. 
 

Fuentes:

 La muerte entre los mexicas. Esteban Matos Moctezuma. Tusquets Editores. México. 2010.

 Pedro Páramo. Juan Rulfo. FCE. México. 2006.

            *Editora.

dumaries73@gmail.com

 

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