PALABRA

Yo no creo en los Reyes Magos

Por Dulce Esguerra García*
sábado, 5 de enero de 2019 · 00:00

Por más esfuerzos hechos, no recuerdo con exactitud a qué edad comencé a esperar el arribo de los Reyes Magos.

Lo primero que me trae la memoria es una noche fría y los ojos apuntando a lo alto, para ubicar tres pequeños luceros en filita.

“Son los Santos Reyes”, decía la ingenua voz de mi madre. “Si los ves, te traerán lo que quieres”. “¡Ya los ví, ya los ví!” gritó Misael. Lo volteé a ver con cara de sorpresa y duda.  Me regresó una sonrisa burlona. Él volvió a gritar de emoción y yo a temblar de miedo.

Mientras él, con su dedo, señalaba el oscuro lienzo nocturno, una temblorina me hormigueaba las tripas y la vejiga y en cadena comenzaba el castañeo de dientes y rodillas.

Esa noche, mis padres nos habían llevado –a los 4 hijos- al parque de la Alameda (DF), para tomarnos la foto con “Los Reyes”. Me sorprendió el ambiente festivo y la gran cantidad de personas que había a esa hora (realmente no supe qué tiempo marcaban las manecillas del reloj, pero pasarían de las 20:00 horas): puestos de elote, atole, algodones de azúcar, churros, quesadillas, pambazos –mis favoritos-, foquitos de colores, figuritas para el Nacimiento, y juguetes, muchos juguetes, se apretujaban por las 4 laterales del lugar. Cada puestecito estaba adornado con papelitos de colores, algo que invitaba más al jolgorio para contrarrestar la baja temperatura que calaba hasta los huesos.

Sinsabores y desencuentros

Estábamos en la recta final de la década del 70, cuando los mexicanos adultos creían en el milagro económico heredado por Luis Echeverría a López Portillo y se podían permitir un gasto extra.

Mi corta estatura no me ayudaba a contemplar todo lo que ofrecían los comerciantes, pero el barullo, la infinidad de colores y sobre todo los olores quedaron impregnados en mi sistema límbico que basta con cerrar los ojos y recrear esa escena. Los empellones también van incluidos.

Corrí con la suerte de ser alzada en hombros por mi padre y sentirme “pirrurris” por unos instantes hasta que un tendedero de papel y luces se estrelló en mi rostro. Nuevamente al suelo y así fue el resto del paseo. Dimos varias vueltas al parque y nada de los 3 señores. Mi expectación por verlos se trasformó en un profundo odio que podía producir una niña.

Alguien gritó “Ai’ vienen los Reyes” y se desató un clamor y enseguida una carrera por ser el primero en llegarles al encuentro. Los mismos visitantes nos organizamos a falta de agentes del orden y es todo lo que recuerdo.

Volví a abrir los ojos en alguna estación de la línea 1 del metro. “Ya falta poco; no te duermas” ordenó mi mamá. Una sacudida me sacó de mi onírico mundo y me empujó, de golpe, a la calzada Ignacio Zaragoza y la pelea por subirse al camión con destino Puente Rojo- Chapingo-Reyes- Cárcel.

Cada año el nivel de resentimiento ascendía: nunca llegó el regalo anhelado a pesar de cumplir con precisión, durante los 365 días, –según mi inocente parámetro- las órdenes dictadas por mi madre.

Sus amenazas por la disciplina y la consecuente recompensa de los Reyes se fue diluyendo y sólo dejó un amargo sabor de esas fechas.

La desilusión regurgitada trataba de ser paliada con la Rosca y chocolate –hecho con molinillo de madera- dispuestos en la mesa la noche del 6 de enero.

Mi zapato puesto al pie del Nacimiento, y el de mis hermanos, cada 6 lucía un calzón y un par de calcetines, que compraba mi madre en el tianguis de la colonia.

Sólo una vez, con casi 12 años, renació la esperanza en aquellos extranjeros que el sacerdote de mi barrio insistía en que eran mexicanos por ser de origen humilde, “como nosotros”, subrayaba.

Fuimos a la Feria del Juguete en el Palacio de los Deportes y creí estar, literalmente, en otro mundo, como decía “El Pirrurris”.

Mis papás, y no “Los Reyes Magos” me compraron una cocinita que fue la envidia de mis vecinos, pero la burla de mis compañeros de primaria por no ser el juguete del momento: La avalancha.

Ese objeto fue mi tesoro y conservado hasta la universidad, a pesar de haberse perdido todo rastro de color, puertitas y trastecitos que lo acompañaron.

Hoy, con mis hijos, procuro preservar la tradición de los Reyes Magos con un simbólico regalo en su zapatito puesto, ahora, bajo el americano Árbol de Navidad, pero junto al sencillo portal de Belén que incluye a las tres figuras inamovibles de Melchor, Gaspar y Baltazar, enviados directamente de Oriente, delegación Iztapalapa.

 

*Editora.

dumaries73@gmail.com

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