LA TURICATA

Mauther: el mes de la patria

Por José Carrillo Cedillo
martes, 18 de septiembre de 2018 · 00:00

La memoria es el único lugar donde reside la dicha…

Una mañana de septiembre de 1947, me desperté con un nudo en el estómago, iba a ser mi debut como actor en la primaria.

Por las mañanas, toda mi casa olía al té que mi madre me daba para despertarme, era un té diferente cada día, el que más me desagradaba era el de ajenjo, para recoger la bilis decía mi madre, ese día me pareció más amargo, pues era presa de los nervios.

Me vestí apresuradamente, en pocos minutos estaba listo para salir a enfrentar mi destino, tomé la bolsa que contenía el disfraz que el día anterior me confeccionaron, mi madre me hizo una bata de tela negra y mi padre unas polainas de papel lustre negro que parecían botas, además de una vieja media de popotillo con algodón a los lados de la cabeza y un palo de escoba como mi espada.

Sí, iba yo a representar ante todos mis compañeros y sus mamás, nada más ni nada menos que, al padre de la patria.

Mi madre me despidió con un beso y enfilé rumbo a la escuela, la calle estaba adornada con banderitas tricolores, como correspondía al mes de la patria.

Como desde entonces tengo la costumbre de hablar solo, mientras caminaba iba repasando mi parlamento tal y como lo había ensayado con la maestra Hortensia durante una semana. Mi perro me siguió como todos los días y como todos los días lo corrió el conserje, un señor llamado Don Luis, el que tenía la particularidad de tener los dedos medio y anular de la mano derecha, desmesuradamente desarrollados, parecía que en lugar de dedos tenía dos gruesas zanahorias, eran casi dos veces más grandes que los demás dedos, a mí me infundía mucho miedo, sobre todo cuando en el baño nos sorprendía tirando agua y nos regañaba señalándonos con sus enormes dedos y con ello, la amenaza era superlativa.

Al ingresar a la escuela, vi a medio patio, un gran templete de madera que se había levantado ex profeso para la representación, a mí, me pareció un cadalso. Por los altavoces se escuchaba bella música instrumental que amenizaba el momento y como siempre el desagradable olor a orines que despedían los baños invadió mi olfato, olor que durante los seis años que estuve allí llegó a ser característico de la primaria.

Poco a poco el patio se fue llenando de mamás. La fiesta estaba a punto de empezar y nos ordenaron sentarnos atrás del improvisado teatrito. La maestra Hortensia nos caracterizó y en mí crecía un sentimiento de ridículo porque las botas no me quedaban bien y mis negros chinos rebeldes se salían por debajo de la media, definitivamente era yo un cura malhumorado, crecían mis nervios y mi desánimo. Pasaron los números del tercero y cuarto, la maestra Hortensia nos enteró de éramos los cuartos en representar, empecé a repasar en voz baja mi parlamento, pensando que al salir me iba a comer un chicharrón con limón y chile en la banqueta, pero sólo pensar en enfrentar al público sentía en el estómago como si trajera un gato dentro, durante los ensayos nunca me atreví a preguntar a la maestra, ¿por qué yo? Terminó el bailable y los viejitos descendieron ágilmente del templete… y a esas alturas sudaba como mazorca de maíz en la feria.

Ahora lo sé, eso se llama pánico escénico. Me asomé por un lado del templete para buscar entre el público a la señora güera de ojos verdes que era mi madre y la encontré, cruzamos miradas y nos saludamos con la mano, me estaba dando confianza.

No había terminado el número en la escena, cuando la maestra nos anunció que se suspendía nuestra representación, nunca supe por qué ni me interesó averiguarlo, lo que sí sé es que el ser actor no era mi camino y ni siquiera fue debut pero sí despedida.

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