Transmitir entusiasmos

jueves, 11 de septiembre de 2014 · 22:11
"Necesitaré una muestra de su orina -le indicó el médico a Babalucas-. Por favor llene aquel frasquito que está sobre el estante del rincón”. Respondió, cauteloso, Babalucas: "Pos a ver si la llego, doctor”... Comentó cierto playboy: "Me gusta jugar con el peligro. Tengo una cama de agua y una amiguita con uñas largas en las manos y en los pies”... La señora salió corriendo atrás del camión de la basura. Lucía su acostumbrado aspecto mañanero: bata rota y arrugada; viejas pantuflas de peluche; gastados calcetones; rizadores en la cabeza; el rostro untado con una crema de color morado; ojeras hasta la cintura. Alcanzó la mujer al camión y le preguntó a uno de los encargados: "¿Llego tarde para la basura?”. "No, señora -respondió el individuo-. Súbase”... Rosibel, pizpireta secretaria, conoció a la esposa de su jefe, don Algón. "Señora -le dijo-, debe usted batallar mucho con su marido, tan olvidadizo”. "¿Olvidadizo? -se extrañó  ella-. "Sí -confirmó Rosibel-. En la oficina todas las secretarias tenemos que estarle recordando constantemente que es un hombre casado”... El joven pretendiente fue a pedirle la mano de su novia al papá de la muchacha. Objetó el severo genitor: "-No creo que Susiflor esté madura para el matrimonio”. "Ya está madura” -afirmó con certeza el galancete. "¿Cómo lo sabe usted?” -se atufó el padre. Explicó el muchacho: "Hice lo mismo que con las sandías, señor. Le di una caladita”... El policía que cuidaba el parque escuchó un grito de mujer, y acudió a todo correr a ver qué sucedía. Tras unos arbustos vio a una pareja entregada al sempiterno rito de la naturaleza. "Todo está bien, oficial -le dijo entre acezos, agitaciones y vaivenes la que había gritado-. Grité porque al principio creí que lo que el señor quería era robarme el bolso”... La inconsolable viuda se presentó a cobrar el seguro de su esposo. "Perdone usted, señora -le informó el agente-. Su difunto marido no tenía seguro de vida. Lo tenía de incendio”. "Ya lo sé -respondió ella entre sus lágrimas-. Por eso lo hice incinerar”... Rosilí cedió por fin a las instancias amorosas de Afrodisio, galán concupiscente que por meses la había asediado con solicitaciones de pasional amor. "Está bien -le dijo sin fuerzas ya para aguantar el sitio-. Te ofrendaré la gala de mi preciada doncellez. Debo advertirte, sin embargo, que lo haremos en el último piso de un rascacielos, sobre el angosto pretil que dé al vacío, en una noche de tormenta, en posición vertical, y apoyando nada más un pie cada uno sobre el piso”. "¿Por qué quieres que lo hagamos así?” -preguntó con espanto el lascivo amador, que sintió vértigo con sólo imaginar la escena. Explicó Rosilí: "Es que no quiero que pienses que soy una mujer fácil”... Ahora que las clases han empezado ya en todas partes, excepción hecha de Oaxaca, me gustaría hacer algunas reflexiones sobre el tema de la educación, a fuerza de viejo profesor. Cuando hablo ante maestros suelo proponer una idea que al principio escandaliza a no pocos directores. Les digo: "Maestros: no enseñen”. Al decir eso me hago eco de Juan Jacobo, quien escribió en su "Emilio”: "Maestros: perded el tiempo”. Él decía que el educador debe dejar que la naturaleza actúe; yo digo que más que trasmitir conocimiento el maestro debe trasmitir entusiasmos, hacer que sus alumnos se enamoren de la materia que imparte, de modo que sigan aprendiendo sobre ella aun cuando no sean ya sus estudiantes. Yo tuve tres maravillosos maestros de literatura: doña Amelia Vitela de García en la escuela secundaria; Guillermo Meléndez Mata y Julia Martínez en la preparatoria. De ellos adquirí, después de mis padres, el amor a los libros y el gusto por la lectura. No me hicieron aprender nombres ni fechas que de seguro habría olvidado ya: me hicieron ver los prodigios que guardan en sus páginas esos  maravillosos amigos que son los libros, y me incitaron sabiamente -y suavemente- a emprender la bella aventura de leer. Voy por ese camino todavía, el camino en que ellos me pusieron, y sigo aprendiendo de su magisterio igual que si estuviera aún en su salón de clases. Ser maestro es enseñar a amar. Lo demás es estéril ejercicio que no sobrevive al obligado examen. La señora le dijo al obispo: "¡Qué bonito anillo, Su Excelencia!”. Respondió en voz baja el dignatario: "Y también tengo los aretes”. FIN.

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