CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

Soy una mujer sucia

Por Leila Guerriero, Rael Salvador
viernes, 16 de noviembre de 2018 · 00:29

“Nos hemos vuelto tan decentes que damos asco”

Las marchas convocan lo que el sistema prohíbe.
Podrán movilizarse los obreros, los trabajadores jodidos, los sindicalistas revoltosos, los inconformes de pan y circo… Pero es el desfiladero de la mujer lo que más horroriza al Estado.

Le teme, porque no escucha en esa su música, tranco de prodigiosa honestidad, el engaño idiota de lo políticamente correcto.

Porque es un paso a paso que, en su delicado alzar de nubes, se transforma en un bello rumor que enaltece sentimientos de libertad, molesta a quien no sabe lo femenino y está en contra de cualquier demagogia.

Seres que, en la histeria del hombre –en su condición de nada o casi nada–, lograron que los estatutos del alma fueran bandera de valentía, siempre llevada más allá del materialismo condenatorio y la vergüenza moral o religiosa.

Cuando no son hembras de canje, jovencitas que la pobreza come, el Estado las tipifica como amas de casa, madres solteras, locas tías de la sobrinada, abuelas que crían nietos como si fueran hijos… Pero en realidad son mujeres que se niegan a firmar la violencia sexual (feroz legalidad que ampara el matrimonio entre la misoginia y la institución); mujeres que no admiten la vigilancia social, ni en el lácteo referéndum de sus senos, ni en aquello que procura complacer a los difuntos de Dios; mujeres que rechazan dejar de ser mujeres…

Mujeres que, ahora y siempre, seguirán diciendo: No. Nunca. Jamás.

En la marcha de la Historia (disfraz del patriarcado), siempre elevando la voz, y en esa alzada y avanzada, que el piso hace canción y el viento lleva, va la denuncia en la flor abierta de la afrenta: “¡Ey!, ¿y nuestros derechos qué?”, como dos años después de la Revolución francesa, ya cocinados los Derechos de Hombre, gritaba Olympe de Gouges.

Y como Olympe, y alguna vez Rigoberta Menchú, muchas veces Rosa de Luxemburgo, Isadora Duncan, Teresa de Ávila, Evita o la independentista Juana Azurduy, Carmen Mondragón (Nahui Olin), Frida Kahlo o Tina Modotti, Sukaina (nieta de Mahoma), María Magdalena, Bessie Smith, la griega Aspasia o la hija del Nilo, Doria Shafik, o la diputada Victoria Kent, o la digna Nobel Rita Levi Montalcine, Alfonsina Storni, Madonna, Leila Guerriero, Ángela Davis, cientos de miles de mujeres que, con indeclinable talento, silenciosa delicadeza y hermosura prohibida, transforman de nuevo el mundo –cada vez que se les conoce, cada vez que se les visita, cada vez que se les lee–, en memoria de todas ellas, escucho con sensible atención el admirado poema de Ashley Judd.

Sin miedo a estropear su trayectoria, dicción sabia, por una y por todas, protesta y dignidad, ella dice: “No soy tan sucia como el racismo, fraude, conflicto de interés, islamofobia, ataque sexual, homofobia, transfobia, supremacismo blanco, ignorancia, privilegios blancos. No soy tan sucia como para usar niñas como pokemones, incluso antes de que se desarrollen. No soy tan sucia como para que tu propia hija sea tu símbolo sexual favorito. Pero sí, soy una mujer sucia. Una vulgar y orgullosa mujer. No soy tan sucia como tener a Trump y Pence en mi boleta; soy sucia, como mi abuela y madre, que lucharon para que pudiera votar. Soy sucia en la lucha por la equidad salarial…”

Si son las mujeres las que nos enseñan el camino, aprendamos algo más de ellas antes de dar marcha atrás.

raelart@hotmail.com

...

Comentarios