CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA

Imágenes pese a todo

Por Nos repugna en la vida pero nos fascina en el arte
sábado, 30 de noviembre de 2019 · 00:00
Rael Salvador

El libro de Georges Didi-Huberman, “Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto” (Paidós, 2004), constelación de viudas negras en un punto rojo, desgarra apuntes como si la noche goteara lumbre a los ojos de la Historia. (Desastre: caída de astros, lluvia de fuego)

¿Puede un cercado imágenes procurarnos la rendija para asomarnos a la evaluación psiquiátrica de Auschwitz y sus mellizas de la muerte? ¿Jirones de supuestos, objetos enrarecidos, fragmentos de almas, fotones parciales reconforman esta mirada al delirio?

Como método en el exterminio, la imagen y la escritura participan en la memoria, y lo que recuerda una e intenta ofrecer testimonio la siguiente, no es otra cosa que un diligente nubarrón de cadáveres que avanza repartiendo cenizas a los inocentes: si el clandestinaje filtra la realidad en lo inhumano, la evaluación de los hechos no difiere de las masacres actuales.

Se trata de comprender, pero negamos la evidencia. Las imágenes no encuentran una filosofía diferida si no es a través de lo inimaginable. Y lo inimaginable es un divertimento propio de bufones al servicio de reyezuelos, papas y politiqueros –herencia del nacionalsocialismo, para ser específico–, en función a los holocaustos, con íntimas miras al olvido: al logro de la desmemoria.

Las desgracias humanas se localizan esparcidas en un registro cultural que abomina de la evidencia y prefiere el equívoco de suavizarse en las artes: contexto de ceremoniales inútiles, donde lo oficial es lo impermisible. Ya lo refería Goethe: “¿Por qué será que lo que nos repugna en la vida nos fascina en el arte?”. ¿O viceversa?

La evidencia es lo estéril de lo simbólico: la traslación de los hechos (lo forense no encuentra mejor hermenéutica que en los crímenes que perpetramos en el siglo XX y XXI).

Sustraer el malestar y destilar lo que invade la muerte, es ofrecerle pinceles a Dios, ya que nuestros terrores son occidentales –cristianos–, por eso los autores son tan posmodernos como los renacentistas, pero acusados de no obtener dominio en las técnicas utilizadas.

Un ruido agrario para la mirada, un destello marcial al oído, un ácido de cremas aromáticas al tacto, un sabor de cristales en la sangre del pensamiento y, si acaso faltara el compromiso de las utopías, la humareda de los cuerpos como bálsamo oficial…

Señores: los verdugos somos nosotros. Shakespeare lo advirtió en la voz gutural de Macbeth. “Te maravillas de mis palabras: pero estate quieto; las cosas mal empezadas se fortalecen con el mal”.

Las superfluas confesiones del artista lindan con la perfecta estupidez de no demostrar certeza alguna: carente de alternativas, se regala el cinismo; enmascarado de conciencia, hasta los colorines le son infieles; en el talante de la objetividad, la mirada es una coronilla, un anillo o un collar de verrugas que se le ofrece en las lecciones de óptica…

“La vida no es más una sombra en marcha; un mal actor, que se pavonea y se agita una hora en el escenario, y después no vuelve a saberse nada de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. ¿A quién se lo hemos atribuido?

Hundirse en el vacío de un discurso es penetrar en el perdurable infierno del espacio ideológico, para ser posteriormente digeridos en la oscura noche de los tiempos, lugar que data el accidente bioquímico donde nace la constancia cíclica de la misma supresión de lo finito y de lo infinito…

Con exactitud faraónica lo reclamaba Henry James: “El terrible fantasma de la muerte permanecerá junto a nosotros y la calavera terminará sonriendo en mitad del banquete”.

raelart@hotmail.com

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