DESDE LA BANQUETA

La democracia y la tiranía

Por Sergio Garín Oleache
jueves, 18 de abril de 2019 · 00:00

Tener en cuenta la historia cuando nuestro orden político parece estar amenazado, es una tradición fundamental de Occidente. Si hoy nos preocupa que el experimento estadounidense o mexicano se ve amenazado por la tiranía, podemos seguir el ejemplo de los padres fundadores de la nación gringa o considerar la historia de otras democracias y repúblicas.

La buena noticia es que tenemos a mano ejemplos más recientes y relevantes que la antigua Grecia y la antigua Roma. La mala noticia es que la historia de la democracia moderna es también una historia con declives y caídas desde que las colonias americanas declararon su independencia de una monarquía británica que los fundadores calificaban de “tiránica”.

La historia de Europa ha asistido a tres importantes momentos democráticos: en 1918, tras la Primera Guerra Mundial; en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial y en 1989, tras el fin del comunismo. Muchas de las democracias fundadas en esas coyunturas fracasaron en unas circunstancias que se asemejan a las nuestras en algunos aspectos importantes.

La historia puede familiarizar, y puede servir de advertencia. A finales del siglo XIX, al igual que a finales del siglo XX, la expansión del comercio mundial generó expectativas de progreso. A principios del siglo XX, igual que a principios del siglo XXI, esas esperanzas fueron puestas en entredicho por nuevas visiones de la política de masas en las que un líder o un partido afirmaban representar directamente la voluntad del pueblo.

Las democracias europeas cayeron en el autoritarismo de derechas y el fascismo durante las décadas de 1920 y 1930. La Unión Soviética comunista, fundada en 1922, extendió su modelo a Europa en la década de 1940. La historia europea del siglo XX nos enseña que las sociedades pueden quebrarse, las democracias pueden caer, la ética puede venirse abajo, y un hombre cualquiera puede acabar plantado al borde de una fosa de la muerte con una pistola en la mano.

Hoy en día nos resultaría muy útil comprender por qué.

Tanto el fascismo como el comunismo fueron reacciones a la globalización: a las desigualdades reales o imaginadas que creaba, y a la aparente impotencia de las democracias para afrontarlas. Los fascistas rechazaban la razón en nombre de la voluntad, negando la verdad objetiva en aras de un mito glorioso formulado por unos líderes que afirmaban encarnar la voz del pueblo. Le pusieron rostro a la globalización, argumentando que sus complejos desafíos obedecían a una conspiración contra la nación.

Los fascistas gobernaron durante un par de décadas, dejando tras de sí un legado intelectual intacto que cada día va adquiriendo mayor relevancia. Los comunistas gobernaron durante mucho más tiempo, casi siete décadas en la Unión Soviética, y más de cuatro décadas en gran parte de Europa del Este. Planteaban que las tareas de gobierno estuvieran en manos de una disciplinada élite de partido, que tenía el monopolio de la razón, y que debía guiar a la sociedad hacia un futuro cierto, conforme a las leyes supuestamente inmutables de la historia.

Podríamos caer en la tentación de pensar que nuestro legado democrático nos protege automáticamente de tales amenazas. Se trata de un reflejo equivocado. Nuestra tradición nos exige que examinemos la historia para comprender las profundas fuentes de la tiranía y que reflexionemos sobre la respuesta adecuada que hay que darle. No somos más sabios que los europeos que vieron cómo la democracia daba paso al fascismo, al nazismo o al comunismo durante el siglo XX. Nuestra única ventaja es que nosotros podríamos aprender de su experiencia. Ahora es buen momento para hacerlo.
 

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