LA TURICATA

Los petates

Por José Carrillo Cedillo
sábado, 3 de agosto de 2019 · 00:00

Cada año, el día doce de diciembre, la zona norte de la ciudad de México, recibe miles de visitantes. Es la Delegación Gustavo A. Madero, donde se encuentra la Basílica de Guadalupe.

Las largas procesiones duran días y transcurren por la Calzada de Guadalupe (antes eran por la Calzada de los Misterios) paralela por el lado poniente. Y a los miles de visitantes, hay que atenderlos, trabajo del gobierno de la ciudad y en especial del personal de la delegación. Todo para auxiliar y en su caso, atender cualquier contingencia sobre todo considerando a las personas que la visitan por primera vez y que suelen perderse. El tradicional mercado, muy mexicano, ofrece todo para el visitante: puestos de riquísima comida y muchos restaurantes en toda la zona, mismos que han ido mejorando su oferta al paso de los años. Desde luego hay policías para auxiliar y contestar cualquier pregunta a los visitantes. Un hermano de mi madre ofrecía sus servicios como camillero voluntario en la Benemérita Cruz Roja y pasaba casi toda la semana (dormía en una ambulancia) auxiliando de tiempo completo a quien tuviera cualquier contratiempo, desde desmayos hasta cosas más serias en las que trasladaban a las personas al hospital, para su atención. Mi tío, solía visitar a mi madre y después de cenar, contaba sabrosas anécdotas de los sucesos de los peregrinos, en ocasiones tristes y otras, graciosas.

Mi papá tenía un compadre que vendía periódicos en la esquina de la cuadra donde estaba la vecindad en la que vivíamos y una tarde que veníamos de regreso de su trabajo, lo saludó y le preguntó por sus ahijados (le llevó a bautizar a tres de sus hijos) la respuesta fue la clásica: bien compadre… y escuché que al despedirse, le dijo: nos vemos mañana a las dos en el cerrito. A mí me llamaba la atención el compadrazgo de mi papá con don Marcial, que era de oficio albañil (y muy seguido realizaba trabajos para algún vecino) pues mi padre era zapatero. Además me impresionaba la hermana de don Marcial, morena, siempre vestida de negro y que de apodo le decían LA TEPORINGA en alusión a “teporocha”, pues le gustaba empinar el codo con los cuates de su hermano y quien siempre me acariciaba mis chinos.

Al otro día fuimos a cumplir la cita de mi padre y llegamos puntuales, el cerrito no era otro que el cerro de la Villa atrás de la primera Basílica, donde a sus faldas había un negocio donde vendían buen pulque, según los comentarios de los mayores, pero lo singular, para mí, era que alquilaban gruesos petates de dos por tres metros, en los que nos sentábamos muy cómodamente; pero antes habíamos pasado al mercado a comprar todos los ingredientes del famoso taco placero: exquisita barbacoa de hoyo estilo Texcoco, tamales de charales, chicharrón, aguacates de mantequilla, tortillas azules, queso fresco y crema de rancho, acociles, salsas, pápalo y berro y dulces de leche para mí y marquesotes para el pulque de mi papá. Eran comidas pantagruélicas que terminaban al caer el sol. Recogíamos nuestra basura, envolvíamos los petates y los regresábamos a sus dueños, junto con las ollas del pulque. Mi padre se despedía con un abrazo de su compadre que había asistido con su esposa y toda su pipiolera. De alguna forma era un club de proletarios.

De lo que se perdían los que no lo conocían.

jcarrillocedillo@hotmail.com

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