BAJO PALABRA

Rienda suelta

Por Hadassa Ceniceros
viernes, 6 de septiembre de 2019 · 00:00
Llegó al segundo año de bachillerato, menuda, pequeña, con una piel blanquísima, Hedda era su nombre. Llevaba una orden de la dirección para ser considerada en la lista de cada maestro. Buscó un lugar para sentarse y el azar la llevó a sentarse junto a Carolina, una alumna solitaria con debilidad visual. El maestro de Física, gritón por naturaleza dijo ¿judía verdad? sólo de ver su nombre lo sé, la chica asintió, ¿de qué parte es tu familia?, de Polonia dijo ella.

Hija de comerciantes de calzado, tenían una zapatería en las inmediaciones del Mercado Corona.

Durante las horas de clase se mantenía cercana a Carolina quien con su gran bastón blanco buscaba un sitio tranquilo para pasar el tiempo cuando había alguna hora libre. A veces buscaba otras compañías entre las alumnas del mismo nivel y salían a tomar algo durante los recesos. Hablaba mucho de su tienda, su auto, su muchacha (empleada doméstica).

Era una estudiante de bajas calificaciones, se entendía que tenía poco tiempo para preparar sus clases, era algo así como la jefa de familia, su padre había muerto, su madre estaba todo el día en la zapatería y ella estaba atenta a las necesidades de sus dos hermanos menores.

En las vacaciones de aquel verano, le comunicaron que iba a conocer a un joven que sería buen esposo. El joven venía de México se llamaba Aaron. Ella comentaba los planes de su madre, se reía porque aseguraba que ella no haría lo que esperaban que hiciera.

Un día fue a buscarme al hospital donde trabajaba y me invitó a ir de paseo a un lugar donde había caballos. Aaron estaba en la ciudad y esperaban que salieran para conocerse. Fuimos a una zona llamada Colomos donde había árboles y campos verdes. En una cabaña estaba una mesa como mostrador y ahí rentaban caballos, Hedda y Aaron montaron cada uno en un animal y se alejaron. Me quedé sin saber qué hacer, nunca había subido a un caballo, de todas formas, me trajeron uno, ayudaron a que subiera y me quedé aterrada de lo que sería una hora muy complicada. El caballo tomó rumbo, yo rebotaba en la dura silla y me sostenía de la cabeza –de la silla-, la rienda descansaba suelta sobre la espalda del caballo.

Caminamos por donde quiso el animalito: veredas, cerro, caminos. Sufrí como nunca pensando que no iba a poder bajarme sola de ahí. Mi amiga y su novio no aparecían, en algún momento el caballo se acercó a una pileta cubierta en parte, al verme cerca, pegué un salto y dejé al cuaco suelto. Esperé un buen rato a que la pareja apareciera. El domingo siguiente en la iglesia no podía sentarme, tenía mi trasero adolorido y abollado el ego.

Dejé de ver a mis amigos al terminar la prepa, algunos años después supe que se habían casado y tenían tiendas de ropa en una moderna plaza comercial. Yo no volví a subirme a un caballo en mi vida.

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