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¿Puede la economía ser socialmente responsable y solidaria y no morir en el intento?

Por Ricardo Harte
martes, 9 de febrero de 2021 · 00:00
Los paradigmas de la libre competencia, del capital y su utilidad como único indicador de éxito, de la propiedad privada sobre todas las riquezas de un país, la constante concentración del ingreso, la explotación de la mano de obra, la especulación financiera ¿son principios inherentes a una sana economía? ¿se puede pensar o soñar en otra forma de administrar la riqueza de una comunidad sin caer en actitudes utópicas o soñadoras?

La respuesta a estas preguntas están alrededor nuestro.

Todo estriba en saber mirar, en querer observar, en intentar escuchar.

Existen muchos síntomas que indican que hay una forma diferente de administrar la cosa pública, una forma humana, sustentable, respetuosa.

Y uno de esos síntomas nos lo ofrecen muchas de las comunidades originarias, que han mantenido, a lo largo de siglos, principios de vida que les ha permitido sobrevivir a la aniquilación que la maquinaria de la explotación les ha impuesto.

Me permito transcribir algunas reflexiones de Ricardo Robles (1937-2010/ Tomado de la revista Christus 769, noviembre-diciembre de 2008):

“Estos pueblos conciben el universo como un sistema de vida. Toda realidad, lo macro y lo micro, lo conocido y lo desconocido, lo visible y lo invisible, integran un solo ser viviente. Nada ni nadie puede prescindir del resto o de una parte del universo. No se puede concebir la vida sin ese todo. De diversas maneras, todo está en función de esa vida, todo ser es un factor que hace posible esa vida. Se puede hablar así de la vida de los minerales, de los astros o del sol. Como el maíz, que expresa sus tristezas cuando tiene sed o es maltratado, todos los seres tienen sus propias formas de expresión. Como los humanos, esos seres pueden estar tristes o alegres, plenos o en deterioro, y expresarse a su manera.

La relación de los humanos con el universo es de interdependencia. Por eso la naturaleza no puede ser sólo un recurso a explotar sino un ámbito con el cual convivir, porque de ella depende nuestra vida como su vida depende de nosotros. Se tiene compasión o alegría ante los animales o las plantas, no son mercancía o cosecha para atesorar, son más bien la vida misma que sigue recreándose con la colaboración del Dios y de los hombres. Por eso somos ayudantes del Dios en su creación, no terminada nunca y perpetua como tarea. Por eso existimos en mutua dependencia con el Dios, nos necesitamos él y nosotros. Dios no es algo aparte porque no puede desentenderse de la vida, es quien a todo da el aliento para que el universo viva. Y ahí estamos nosotros.

Desde esta concepción de la vida total, vivir en comunidad es la única manera verdaderamente humana para hacerlo, porque todos necesitamos de todos, la vida de los todos es la misma, las carencias o el hambre de otro son un suicidio mío si las permito o provoco. La ayuda mutua y la ayuda al Dios son la misma, sólo así recreamos la vida. En la comunidad el individualismo no tiene sentido. Nadie tiene su vida aparte aunque así lo piense o lo imagine.

Se plantea así la disyuntiva entre convivir y competir. Se compite para vivir individualmente mejor, se convive para vivir comunitariamente bien. Vivir en plenitud lleva a compartir, no a acumular. Virtudes nuestras, como la previsión, el ahorro o la abundancia de satisfactores, llegan a ser excesos, desviaciones o lacras sociales para estas culturas. El planeta ha de ser espacio pleno para la vida, para cuidarlo todo y preservarla, esa es la tarea y el sentido de la vida humana sobre la tierra. La merma, no sólo la extinción, de cualquier forma de vida, es una anemia lenta en todo viviente, un suicidio paulatino quizá irreversible.

Entre las lecciones aprendidas de la vida, de esas que un día perforan la piedra y abren una ventana de luz, conservo una palabra dicha por un rarámuri en una reunión común. ‘Hoy la orilla del mundo está más cerca’, dijo. Se refería al creciente atentado contra las formas tradicionales de pensar y de ser, a los programas gubernamentales de invasión y despojo que van minando y disolviendo el sentido indígena de la vida. Se refería indirectamente a la naturaleza, a la ecología, a la imposición de tecnologías, a la muerte lenta de este planeta envenenado, pero allá en el fondo hablaba de las relaciones con lo demás, con los demás y con el Dios”.

Es necesario, para poder dialogar sobre nuevas formas de construir civilización, que miremos la vida desde otra lógica que no sea exclusivamente la de lograr mayor utilidad, por sobre lograr un buen vivir.

ricardoharte@yahoo.com

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